La minería, legal o no, está
acabando con la biodiversidad de la mayor selva del mundo y mermando la salud y
el hábitat de miles de indígenas
Puerto
Maldonado (Perú) 7 DIC 2017 - 08:06 CET
Su amigo
Alfredo estaba inusualmente preocupado y su mirada agotada por el insomnio. Se
le había acercado para decirle: “Víctor, los he oído. Quieren matarte”. Pero
aquellos hombres no hablaban de Víctor. La tarde del 19 de noviembre de 2015,
tres sicarios encapuchados lo mataron a él, Alfredo Vracko, en el terreno
amazónico que el apasionado ecologista protegía de los mineros de oro, exhausto
por miles de denuncias lanzadas al viento.
Una tarde húmeda y oscura, a
orillas del río Tambopata, Víctor Zambrano recuerda a su compañero de cruzada
con el ceño fruncido por el dolor y la repulsión. Acaricia las orquídeas y los
frutos rojos del cacao en el gran jardín tropical al que ha dado el nombre
indígena de su hija K’erenda Homet, brillante
amanecer. Al terminar su carrera militar en Lima, en 1986, Zambrano volvió
aquí, a la región de Madre de Dios, en el este de Perú, junto a la frontera con
Brasil y Bolivia, para plantar a mano 19.000 árboles y arrebatar al abandono
las 34 hectáreas de la familia. Era su homenaje a una Amazonia que encontró
profanada por la agricultura salvaje, los ladrones de madera, la inercia del
Estado y, sobre todo, por los asesinos de Alfredo, los garimpeiros, mineros ilegales de oro que
desde 1999 han destruido 50.000 hectáreas de vegetación.
Perú es el sexto productor mundial del metal precioso y
el primero de América Latina, y Madre de Dios proporciona el 70% del oro
nacional. Aquí, en menos de veinte años, las canteras ilegales han aumentado un 400%: el Ministerio
de Medioambiente calcula que cada año 50.000 mineros ilegales extraen de 16 a
18 toneladas. En 2016 cometieron el mayor ultraje: penetraron en la Reserva de
Tambopata, 275.000 hectáreas de área protegida que Zambrano ayudó a crear. Él
es el presidente del Comité de gestión, un puñado de voluntarios decididos a no
negociar la inviolabilidad del mayor pulmón del planeta. Además de echar a los
depredadores, arriesgando su vida, presionan al Gobierno regional, dirigido por
un exminero reacio a legalizar a 4.000 pequeños mineros artesanales que, por el
contrario, respetan la selva y, si se les apoya, podrían detener el saqueo de
las mafias. “Los criminales me han ofrecido cuatro kilos de oro si me callo”,
se acalora Zambrano, enérgico a sus 71 años y ganador de varios premios
internacionales por su dedicación a la ecología. “Me negué, y ahora estoy en lo
más alto de su lista negra. Me identifico con el bosque: no hay lugar para el
miedo en mi camino”.
Madre de Dios
proporciona el 70% del oro del Perú. En menos de veinte años, las canteras
ilegales han aumentado un 400%
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Madre de
Dios proporciona el 70% del oro del Perú. En menos Desde que en 2008 la crisis
económica hizo del oro un bien seguro, en Madre de Dios la deforestación se ha
disparado: desde entonces se destruyen 6.000 hectáreas de Amazonia cada año,
tres veces más que en el pasado. Y hoy, en esta región, que es la cuna de la
mayor biodiversidad de la Amazonia peruana, grandes zonas verdes se han
convertido en llanuras áridas y amarillentas, semejantes a cráteres
lunares. Un estudio de la ONG estadounidense Verité calcula que
las minas ilegales peruanas ganan 3.000 millones de dólares al año. La mitad de
los 100.000 habitantes de Madre de Dios son inmigrantes de otras partes del
país que acudieron a tamizar tierras y ríos para luego filtrar el polvo
brillante con dosis masivas de mercurio: según el consorcio de universidades
peruanas Carnegie Amazon Mercury Project, cada año se vierten en los cursos de
agua de la región entre 30 y 40 toneladas de mercurio, y la población tiene en
el cuerpo cantidades de este metal 34 veces superiores al umbral de alarma. Una
catástrofe medioambiental y sanitaria que devenga a los mineros de 30 a 75
dólares al día a costa de terribles condiciones higiénicas, malos tratos de los
jefes y guerras entre bandas rivales; en junio, cerca de Huepetuhe, una fosa
regurgitó 20 cadáveres.
Los que dictan la ley en esta
tierra de nadie, según Verité, son la mafia local y los carteles colombianos,
con intrusiones también de la 'Ndrangheta calabresa.
El oro ilícito se limpia con
certificados falsos emitidos por intermediarios esparcidos por las tiendas
de compro oro que se
encuentran por todos los rincones, desde la capital, Puerto Maldonado, hasta
los lugares más recónditos de la selva. A través de Bolivia y Brasil, el metal
precioso llega a las refinerías de Suiza, Estados Unidos, Canadá y Europa. La
mitad de las 120 empresas de exportación del país han sido investigadas, pero
no ha cambiado nada, ni siquiera después de las incursiones a lo grande de las
fuerzas del orden: “Es puro teatro. Aquí domina la corrupción”, asegura una
fuente del grupo ecologista SPDA, que prefiere mantener el anonimato tras haber
sufrido una emboscada. Añade que las leyes son ambiguas, y que ya ni se cuentan
las confabulaciones de la política y la justicia; incluso un exministro fue
detenido por exportación de oro sucio.
La guerra contra los enemigos de
Madre de Dios es muy dura, pero un grupo de hombres inflexibles como Víctor
Zambrano están decididos a ganar. La Pampa, área tristemente célebre de la
carretera interoceánica entre Puerto Maldonado y Cuzco, es la zona de acción de
Óscar Guadalupe. Pequeño y ágil a sus 50 años, lucha con su asociación Huarayo
contra uno de los más sórdidos efectos secundarios de las minas: la
prostitución infantil en los 400 locales de alterne que salpican los barrios de
chabolas donde los mineros pasan su tiempo libre. “Atraen a las niñas de los
pueblos andinos más pobres con la promesa de un trabajo de camareras”, cuenta Guadalupe,
que ha salvado a miles de niñas prostitutas, incluso de 11 años, de estos
tugurios de madera y chapa. Ya no cuenta las amenazas que recibe, “pero la
gente honrada está de nuestro lado: nos informa de los peligros, de los
movimientos de los mineros. Y mientras tanto, el negocio del oro no se detiene;
siguen llegando nuevos buscadores. Y la policía se mantiene a distancia de la
Pampa”.
Delta 1 es un barrio miserable
surgido en 2000 junto al río Pukiri y que aún hoy carece de agua corriente y
alcantarillado, bien escondido en la selva entre Boca Colorado y Huepetuhe.
Hacia el mediodía, jovencitas con camiseta y falda corta aparecen y desaparecen
por los repugnantes callejones junto a los burdeles Venus y Boa Negra. Una
tienda de Compro oro destaca
en algo parecido a una plaza. En los barracones con funciones de bar, los
mineros libres ven películas de Bruce Lee entre perros callejeros y basura
rancia. Para llegar a Delta 1, hay que vadear el río, marrón por los vertidos
de las minas, y enfrentarse a miradas cargadas de hostilidad. Aquí, hace poco,
ataron y redujeron a cenizas a tres hombres por robar oro.
Desde la crisis de 2008
se destruyen 6.000 hectáreas de Amazonia cada año, tres veces más que en el
pasado
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Las minas
se insinúan como una metástasis también a lo largo del lecho del gran río Madre
de Dios, hogar de las comunidades indígenas. Martín Huaypuna Flores, de 60
años, fue el primero en dar la alarma en el año 2000, cuando un centenar de
mineros desfiguraron su Tres Islas. “Sus excavadoras transformaron el bosque en
una pradera aterradora”, recuerda. “Yo reuní a mi gente para expulsarlos”.
Ciento cincuenta indígenas en canoas, con sus coloridos tocados de plumas de
loro, armados solo con flechas y amor por la Amazonia, lograron vencer sin violencia.
“Pero regresaron”, continúa Flores, “y los volvimos a echar, sin ninguna ayuda
del Estado”. Hasta 2012 el Tribunal Constitucional no expulsó a los mineros de
Tres Islas, caso único en la historia de Perú. “Es una pena que sigan allí”,
suspira Flores. “Nadie ha ejecutado nunca la sentencia”.
Para reanudar la lucha con nuevas
armas, el activista ha reunido en una asociación, Afimad, a 49 comunidades
indígenas dedicadas a la recolección de un fruto que para ellos es más precioso
que el oro: la nuez amazónica o castaña. Sus altísimos árboles seculares
absorben de forma prodigiosa el dióxido de carbono, y la castaña es el alimento
símbolo de Madre de Dios, única región peruana que la produce, cubriendo el 11%
del mercado mundial. Sus recolectores, guardianes de la salud de las plantas,
son los centinelas del equilibrio ecológico. Cuentan con el apoyo de la ONG italiana Cesvi, que
desde hace 25 años ayuda a las asociaciones locales a mejorar esta actividad
medioambiental. “Nuestro objetivo es convencer a los jóvenes para que cuiden de
estos árboles vitales para el ecosistema”, explica Brandi Gatica, responsable
de Cesvi en Madre de Dios, una ingeniera forestal enamorada de sus bosques. “No
es fácil trabajar con políticos más partidarios de las minas que de los
castañeros”, admite, “pero gracias a nuestras peticiones, hoy se ha declarado a
estos árboles prioritarios para el desarrollo de la región. Los recolectores
reciben concesiones de tierras por parte del Estado y obtienen beneficios
fiscales por su trabajo de conservación. Y están más motivados para plantar
cara a los mineros”.
Hay alguien que va aún más allá,
dedicándose a resucitar la vegetación asfixiada por el mercurio. “Las minas
matan la biología de la selva”, explica el agrónomo Ronald Corvera Gomringer,
apasionado director del Instituto de Investigación de la Amazonia peruana. En
su jardín de los clones cerca
de Puerto Maldonado, da vida a nogales y otras especies para reverdecer las
tierras contaminadas por los garimpeiros. “Son plantas capaces de generar un
suelo nuevo y de capturar el mercurio. Se necesitarán por lo menos 20 años; si
las autoridades no actúan pronto, los mineros se nos van a adelantar. El hombre
no es más que un elemento como otro cualquiera dentro del ecosistema amazónico:
¿qué derecho tiene a romper su equilibrio?”.
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