Crítica de de la
génesis y desarrollo de la Revolución desde la Rusia del octubre de 1917 hasta
las últimas experiencias revolucionarias del siglo XX
EUGENIO DEL RÍO
Cartel soviético dedicado al quinto aniversario de
la Revolución de Octubre (1922).
IVAN VASILYEVICH
SIMAKOV
18 DE OCTUBRE DE 2017
Apenas
hemos dejado atrás el siglo XX, pero sus luchas
y sus dogmas, sus ideales y sus temores ya están
deslizándose en la oscuridad de la desmemoria.
Tony Judt
y sus dogmas, sus ideales y sus temores ya están
deslizándose en la oscuridad de la desmemoria.
Tony Judt
Con el presente texto
no pretendo ni mucho menos hacer un balance de la experiencia iniciada por la
Revolución Soviética de octubre de 1917. Me limitaré a considerar tres aspectos
que, a mi juicio, poseen cierta importancia.
El primero es el de la
naturaleza de la Revolución Soviética.
El segundo aspecto se
refiere a la relación del régimen soviético con la tradición democrática del
socialismo europeo del siglo XIX.
El tercero concierne a
las identidades colectivas que se caracterizaron en todo el mundo por su
adhesión a la Unión Soviética y que representaron especialmente los partidos
comunistas.
El
modelo soviético
Un supuesto, para
empezar: en la Rusia de octubre de 1917 era necesaria y posible una
insurrección. La situación de la población era desesperada bajo el doble peso
del hambre y de la participación en la guerra europea.
Un hecho: la
insurrección tuvo lugar y dio origen a un régimen político distinto de los que
se habían conocido hasta entonces.
Otro hecho: los
dirigentes de ese nuevo régimen se declaraban socialistas y marxistas y lo
definieron como socialista.
Partiendo de este
supuesto y de estos dos hechos voy a desgranar algunas reflexiones sobre lo que
realmente nació en 1917.
1. Quienes dirigieron
el proceso ruso habían participado de la cultura revolucionaria europea del
siglo XIX. Eran hijos de ella. La Revolución francesa de 1789 estaba
relativamente cerca en el tiempo; más aún las tres grandes oleadas
revolucionarias de la Europa posnapoleónica: la de 1820-1824, la de 1829-1834
y la de 1848.
EN LA
INTERNACIONAL SOCIALISTA ESTABA INSTALADA LA CREENCIA DE QUE EL SOCIALISMO
SOLO PODÍA LEVANTARSE SOBRE UNA SOCIEDAD DESARROLLADA. NO SE ENTENDÍA FUERA
DE UNA MODERNIDAD INDUSTRIAL. EL CAMPESINADO ERA VISTO CON RECELOS
|
A los dirigentes bolcheviques
que se hicieron con el poder en octubre de 1917 les resultaba familiar,
asimismo, la industrialización británica, la primera y más potente, con su
clase obrera relativamente amplia y la destacada experiencia del gran
movimiento democrático que fue el cartismo (1838-1848). Se miraron en el espejo
de la revolución industrial, a la que trataron de emular durante décadas, y de
los grandes procesos de urbanización.
El bolchevismo, por lo
demás, se nutrió ideológicamente del socialismo europeo de la primera mitad del
siglo XIX y también del marxismo.
Aun a riesgo de
simplificar, se puede decir que ante los socialdemócratas rusos aparecían dos
modelos sobresalientes: el francés, que daba la primacía a la iniciativa
política, y el británico, más vinculado con el grado de madurez de la sociedad
civil. Ambos aspectos estuvieron muy presentes en el universo revolucionario de
Marx (Salvatore Veca, ‘Razón y Revolución’, en Norberto Bobbio, Giuliano
Pontara, Salvatore Veca, Crisis de
la democracia, Barcelona: Ariel, 1985), pero el segundo no podía encajar
bien en la sociedad rusa, tan diferente de las del Occidente europeo.
La Revolución rusa, por
razones que ahora tendré ocasión de evocar, difícilmente podía optar por el
concepto británico.
La fuerte iniciativa
del poder político, como llave de las transformaciones en todos los planos, fue
un rasgo que compartió la revolución rusa, llevándolo al extremo, con la
Revolución francesa. Pero la dejó atrás en cuanto a la preeminencia de la
política sobre la economía y la sociedad. Bajo este punto de vista, la
Revolución rusa se alejó no solo de la referencia británica.
2. La élite soviética
se formó en el universo ideológico de la II Internacional (1889-1914), la cual,
a su vez, se concibió como heredera del legado ideológico de Karl Marx.
Este, por su parte, se
había situado en un paisaje modernizador: su perspectiva de cambio social
socialista y comunista se asentaba sobre sociedades transformadas por el
capitalismo y la industrialización, en las que la clase obrera y la burguesía
emergían como las clases sociales más destacadas. De manera que sus
expectativas de una sociedad hondamente modificada dependían del éxito de una
modernización del estilo de las que se estaban produciendo en los países de
Europa occidental.
Con todo, la ubicación
de Marx en la modernidad occidental no excluyó la presencia en su pensamiento
de elementos premodernos. Aquí hay que mencionar la influencia primera que
recibió de comunistas alemanes y de socialistas franceses de la primera mitad del
siglo XIX, en los que era muy patente el eco de ideas y valores de épocas
anteriores. Estudié esta situación paradójica –la deuda con ideas premodernas
de unas ideologías que iban a actuar como forjadoras de identidades colectivas
en las sociedades modernas– en los primeros capítulos de mi libro Crítica del colectivismo europeo
antioccidental (Madrid: Talasa, 2007). En la última parte de su vida,
por otro lado, Marx pensó en la posibilidad de que las instituciones campesinas
tradicionales, en Rusia –las comunas rurales– pudieran suministrar una base de
apoyo para un nuevo sistema no capitalista. Pero los escritos que hacen
referencia a esta cuestión fueron muy poco conocidos, y tardíamente, en los
medios marxistas, por lo que no pudieron influir en el marxismo de la II
Internacional.
3. En noviembre de 1917
había condiciones favorables para una insurrección en Rusia. El descontento
popular motivado por la guerra y el hambre eran palancas poderosas. Leonard
Schapiro subrayó con razón que un grupo organizado, aunque fuera muy reducido,
tenía posibilidades en aquellas circunstancias de hacerse con el poder (De Lénine à Staline. Histoire du Parti
Communiste de l’Union Soviétique, Paris: Gallimard, 1967).
Pero no se podía contar
con una sociedad adecuada para que esa insurrección abriera un proceso
modernizador como el del Oeste europeo o el norteamericano. El campesinado
representaba el 80% de la población. Y, como escribió gráficamente Christopher
Hill, “la economía rusa era como un gran charco de agua estancada; su comercio
lo controlaban grupos extranjeros y sus escasas industrias eran propiedad del
zar y de otros señores feudales. La clase media rusa se desarrolló muy tarde y
con mucha lentitud; sus operaciones mercantiles eran de poca monta, y nula su independencia
política. De ahí que el liberalismo, que fue la filosofía de la burguesía
ascendente en Occidente, no tuviera raíces sociales en Rusia” (La revolución rusa, Barcelona: Ariel,
1969, p. 18).
En la Internacional
Socialista estaba instalada la creencia de que el socialismo –entendido como un
régimen económico colectivista bajo la dirección del partido político de la
clase obrera– solo podía levantarse sobre una sociedad desarrollada. No se
entendía fuera de una modernidad industrial. El campesinado era visto con
recelos. Así pues, en ausencia de un desarrollo industrial y de una clase
obrera extensa, habría que aceptar una democracia liberal hegemonizada por la
burguesía, bajo la cual se expandiría el capitalismo y la fuerza social
principal para una sociedad socialista: la clase obrera (Véanse los primeros
capítulos de E. H. Carr, La
Revolución Bolchevique, 1917-1923. I. La conquista y organización del poder,
1950, Madrid: Alianza, 1979, 4ª ed., pp. 41 y ss.; y el primer capítulo del
libro del mismo autor, La Revolución
rusa de Lenin a Stalin, 1917-1929, Madrid: Alianza, 1981, pp. 11 y ss.).
La guerra de 1914, con
su cortejo de muertes, miseria y hambre, creó en Rusia unas condiciones que
estaban lejos de las requeridas para ese socialismo de la II Internacional pero que podían allanar el
camino de una insurrección.
4. Cuando maduraban
esas condiciones, Lenin concluyó que había que asaltar el poder y que no debía
ser entregado a una burguesía que en ningún caso acometería los cambios
necesarios: poner fin a la participación rusa en la guerra y sacar a Rusia de
un atraso insoportable.
En la mente de Lenin
esa revolución de urgencia iba
a encontrarse con grandes dificultades de todo tipo; se suponía que, para
sostenerse, necesitaría que triunfaran en Europa –sobre todo en Alemania–
revoluciones que sí podrían emprender una transformación socialista y que
acudirían en apoyo de la avanzadilla rusa.
Años después se pudo
comprobar que esto no ocurriría; que no iban a triunfar otras revoluciones en
Europa. El nuevo poder ruso hubo de sostenerse sin contar con apoyos de otros
países.
El proceso ruso, que
tenía que valerse por sí mismo, fue contemplado en algunos casos como un factor
que podría ayudar a avanzar hacia una revolución mundial. Aun partiendo de una
situación de subdesarrollo, escribió Gramsci con un aire animoso y exaltado muy
propio de la época, «Los revolucionarios crearán las condiciones necesarias
para la realización completa y
plena de su ideal» (‘La revolución contra El Capital’, Avanti!, 24 de noviembre de 1917. Selección de
textos realizada por Manuel Sacristán: Antonio Gramsci, Antología, Madrid: Akal, 2013).
Finalmente, la
experiencia soviética trajo consigo un proceso modernizador diferente del de
Europa Occidental y de Norteamérica.
5. En la Unión
Soviética no se dejó sentir una preocupación por el reconocimiento del
individuo y de su autonomía, en el sentido en el que se dio en el Occidente
europeo y en Norteamérica. Lo que se observó fue más bien un empeño
uniformizador.
La soviética fue una
modernización no democrática. No fue otra forma de democracia, superior, como
pretendía, a la democracia burguesa,
sino una no-democracia.
Por de pronto, la Rusia
de la revolución carecía de tradiciones democráticas. “La incapacidad de la
Rusia imperial para promover una vía democrática se explica por la permanencia
de sus antiguas estructuras: la rigidez del poder zarista apegado a sus
prerrogativas de derecho divino, el peso de los valores religiosos del mundo
popular y la debilidad de sus partidos, sindicatos, asociaciones de todo tipo,
a la vez que se desarrollaban en toda Europa”. Para colmo, a esto se agregó,
desde el comienzo de la década de 1920, el efecto de los años de intervención
extranjera y de la guerra civil, «que provocó una reacción defensiva del nuevo
poder, extremadamente minoritario. Trajo consigo también la militarización del
Partido Bolchevique y de su mentalidad…” (Michel Dreyfus y Roland Lew,
‘Communisme et violence’, en AA.VV. Le
siècle des communismes, Paris: Les Éditions de l’Atelier/Éditions
Ouvrières, 2000, pp. 490-1). En efecto, la guerra civil y la intervención
extranjera contribuyeron sobremanera a endurecer, desde muy pronto, al régimen
que estaba naciendo.
LA SOVIÉTICA
FUE UNA MODERNIZACIÓN NO DEMOCRÁTICA. NO FUE OTRA FORMA DE DEMOCRACIA,
SUPERIOR, COMO PRETENDÍA, A LA DEMOCRACIA BURGUESA, SINO UNA
NO-DEMOCRACIA
|
6. El bolchevismo, como
estructura política organizada, bebió en la fuente de los partidos modernos
europeos profesionalizados y también en la del populismo ruso del siglo XIX,
con la diferencia de que este último intentó arraigar en el campesinado
mientras que el Partido bolchevique se concibió como una fuerza urbana.
De ahí brotó una élite
política formada por una minoría de intelectuales radicalizados que pronto
concentró todo el poder y monopolizó la gestión de los asuntos nacionales,
amparándose en la legitimación derivada de su función modernizadora y de sus
logros sociales, y en una suerte de legitimidad de origen por su iniciativa
insurreccional de 1917.
7. El poder soviético
tuvo una genuina dimensión despótico-paternalista que le llevó a aplicar
políticas sociales que fueron envidiadas en muchos países. Esto es aplicable a
la instrucción pública (el analfabetismo desapareció por completo y se expandió
la enseñanza en todos los niveles), a la política sanitaria (aunque en tiempos
de mayores dificultades como en el período de estancamiento de los años ochenta
se resintieron los servicios sanitarios), a la política de vivienda, a la
eliminación del desempleo (si bien en algunos momentos una parte de los
trabajos tuvieron un carácter más bien ficticio, lo que redundó en un descenso
de la productividad), a las medidas en algunas épocas en favor de la producción
de bienes de consumo (por ejemplo, en el II Plan Quinquenal, 1933-1937, o bajo
el mandato de Breznev), lo que no impidió que el desajuste entre la oferta y la
demanda fuera con frecuencia muy acusado. Fue notable, igualmente, el
crecimiento de los salarios, duplicados en cada plan quinquenal entre 1928 y
1941.
Todo esto no fue
incompatible con el desarrollo de grandes desigualdades. Los miembros de la
élite gobernante y sus familias gozaron de un nivel de vida muy superior al de
la inmensa mayoría de la población, disponiendo de bienes y servicios exclusivos,
lo que cuadra mal con la retórica igualitaria del poder soviético. El Partido
fue un ascensor social decisivo, lo que le dio un poder adicional y creó unos
severos vínculos de dependencia respecto al partido de quienes llegaron a
ocupar los mejores puestos en las empresas o en el Estado (véase especialmente
Barrington Moore Jr., Autoridad y
desigualdad bajo el capitalismo y el socialismo. EE.UU., U.R.S.S. y China,
Madrid: Alianza, 1990, pp. 91-98).
8. La peculiar
modernización soviética puso en el centro de sus esfuerzos un vigoroso empuje
industrializador (el más amplio y rápido del mundo moderno) y urbanizador.
En ese proceso
modernizador no fueron determinantes la iniciativa privada y el mercado. Solo
en buena parte de los años 20, en el período de la Nueva Economía Política
(1921-1928), cobraron mayor importancia. Después, predominó rotundamente la
propiedad estatal y una planificación sumamente centralizada, aunque en los
distintos períodos variaron el margen concedido a la iniciativa no estatal y el
peso de la planificación central.
LA EXPERIENCIA
RUSA PERMANECIÓ ALEJADA DE AQUELLA SENTENCIA DEL XIX, QUE MARX HIZO SUYA: LA
EMANCIPACIÓN DE LOS TRABAJADORES DEBE SER OBRA DE LOS PROPIOS TRABAJADORES
|
Desde 1928, con los
planes quinquenales (el primero se extendió desde 1928 hasta 1933), se produjo
un crecimiento sostenido, interrumpido durante la II Guerra Mundial, y que
prosiguió después hasta 1965. Tras los primeros 10 años de economía
planificada, la industria ligera multiplicó por cuatro su valor y la siderurgia
y la metalurgia crecieron un 690%. Entre 1929 y 1940 la producción industrial
se triplicó y su participación en la producción mundial de productos
manufacturados pasó del 5% en 1929 al 18% en 1938.
En la segunda mitad de
los años 30 la URSS quedaba aún lejos del poder económico de Estados Unidos
pero disputaba el segundo puesto a Alemania y había rebasado ya a Gran Bretaña
y Francia.
Los éxitos tras la II
Guerra Mundial y el IV Plan Quinquenal (1945-1950) le permitieron a Jruschev,
tras la muerte de Stalin, vaticinar que la economía soviética superaría a la de
Estados Unidos antes de 1970. En realidad, en ese año el PIB de la URSS vino a
ser un 60% del de Estados Unidos y en 1973 la renta per cápita soviética
representaba un 50% de la de Europa Occidental y un tercio de la
norteamericana.
No obstante, en los
años setenta, con la crisis del petróleo de 1973 se inició un período de
estancamiento hasta 1985 aproximadamente. La intensa desaceleración se
manifestó en un crecimiento económico per
cápita nulo o negativo. La agricultura atravesó por horas bajas: el
parque de maquinaria estaba en sus dos terceras partes obsoleto; entre 1960 y
1970 la industria y la minería crecieron un 138% mientras que la agricultura no
pasó de un 3% anual. Además, era desastroso el sistema de distribución de la
producción agraria: entre el 20 y el 50% de las cosechas se deterioraba antes
de llegar a las tiendas.
Los males de la
economía soviética se extendieron en varios frentes: la burocracia dirigente no
estaba a la altura de las tareas que tenía encomendadas; eran abundantes las
disfunciones en la asignación de recursos; se constataba un atraso tecnológico
en comparación con los países europeos occidentales, con Estados Unidos, con
Japón; había problemas con el abastecimiento energético, agravados por un
consumo despilfarrador; se estancó la producción siderúrgica y petrolera entre
1980 y 1984; la exportación se vio afectada por unos productos poco
competitivos; la extracción abusiva de los recursos naturales creó crecientes
dificultades; hubo problemas serios de desabastecimiento de la población;
disminuyó la productividad… (Alec Nove, 1989, Historia económica de la Unión Soviética, Madrid: Alianza, 1993;
del mismo autor: El sistema económico soviético, México: Siglo XXI, 1982;
Marshall I. Goldman, 1987, Gorbachev's
challenge: Economic reform in the age of high technology, Nueva York: W. W.
Norton; Marie Lavigne, Les économies
socialistes soviétique et européennes, Paris: Armand Colin, 1979; Michael
Ellman, La planificación socialista,
México: Fondo de Cultura Económica, 1983).
Al comienzo de la
década de los ochenta el caos económico soviético alcanzó su apogeo. A mediados
de ese decenio la economía se colapsó. Gorbachov emprendió medidas
liberalizadoras en la economía y en la política (Martin McCauley, ed., The Soviet Union after Brezhnev, New York:
Holmes & Mir Publishers, Inc., 1983; Marshall I. Goldman, U.S.S.R. in Crisis: The Failure of an Economic System,
New York: W.W. Norton, 1983). En 1991 se disolvió la URSS.
Discontinuidades
con la tradición socialista democrática de Europa occidental
9. El Partido
bolchevique, que se declaraba socialista y marxista, dejó de lado algunas
facetas del primer socialismo europeo.
Este, inicialmente,
tanto en Gran Bretaña como en Francia, no concedió a la cuestión política una
atención similar a la que le prestaron los partidos republicanos. Esto fue así
hasta la década de 1840, cuando el socialismo
confluyó con la democracia, como recordó Daniel Halevy (Histoire du socialisme européen, 1937,
Paris: Gallimard, 1974, p. 29). La democracia fue incorporándose al
acervo común de los movimientos socialistas. Esto no quita para que en el
primer socialismo cobraran vida también tendencias autoritarias, como las de
Saint-Simon, bajo la influencia de De Maistre y De Bonald.
El bolchevismo ruso no
enlazó con la trayectoria democrática del socialismo francés ni con la del
cartismo británico.
CON EL TIEMPO,
EL SISTEMA SOVIÉTICO ACABÓ FRACASANDO EN SU TENTATIVA DE DISCIPLINAR A LA
SOCIEDAD, A LA QUE LE OFRECÍA UN MUNDO MUSTIO Y ASFIXIANTE, RESUELTAMENTE
POCO ESTIMULANTE
|
Tampoco formó parte de
su problemática la cuestión de la autoemancipación,
que, con mayor o menor concreción, ocupó un lugar en el mundo de ideas del
socialismo del siglo XIX, muy visible en Owen, en Fourier, en Proudhon y en las
diversas corrientes anarquistas (Gareth Stedman Jones, Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Madrid:
Siglo XXI, 1989, pp. 56 y ss.; William H. Sewell, Trabajo y revolución en Francia. El lenguaje del movimiento obrero
desde el Antiguo Régimen hasta 1848, Madrid: Taurus, 1992, pp. 299, 356,
362; Georges Haupt, El historiador y
el movimiento social, Madrid: Siglo XXI, 1989, p. 40; Michel Winock, Le socialisme en France et en Europe.
XIXème-XXème siècles, Paris: Seuil, 1992; Eric Hobsbawm, Trabajadores, 1964, Barcelona: Crítica,
1979). La autoemancipación, si bien no con este nombre, estuvo presente también
en algunos textos de Marx, aunque no muy precisos y nada abundantes.
La experiencia rusa
permaneció alejada de aquella sentencia del XIX, que Marx hizo suya: la
emancipación de los trabajadores debe ser obra de los propios trabajadores.
10. No tardó mucho en
consolidarse una aristocracia singular (Michael Voslensky, La nomenklatura. Los privilegiados en la
URSS, Barcelona: Argos Vergara, 1981), que controló el Estado y el Partido
único. Al considerar este grupo social, Moshe Lewin (El siglo soviético, Barcelona: Crítica, 2006) opinó que no era
apropiado ver el Partido único como el núcleo central del poder, dado que el
Partido se había convertido en una suerte de apéndice del Estado. Lo que me
interesa resaltar ahora es que, se le dé más o menos relevancia al Partido
dentro del entramado del poder soviético, nos hallamos ante una autocracia
política que rechaza el pluralismo político. No siguió en esto al Occidente
europeo, como tampoco le secundó en lo tocante a la separación relativa de
esferas –económica, social, política, cultural…– sino que la sustituyó por una
articulación estatizadora que las englobaba en un complejo unitario regido por
el Partido y el Estado.
Esta unificación
incluyó la existencia de una ideología
oficial o de Estado, única ideología que tenía derecho a una existencia
pública, y que vino a ser una adaptación especial del marxismo de la II
Internacional. Numerosas obras fueron dedicadas al estudio de esta variedad del
marxismo. Una de las más sugerentes fue El marxismo soviético, de Herbert Marcuse (Madrid: Alianza
Editorial, 1969) (A propósito de la relación entre ideología oficial e
instituciones: Henri Chambre, Le
marxisme en Union Soviétique, idéologie et institutions (1917-1955), Paris:
Seuil, 1955).
Más allá de la retórica
oficial y de los textos constitucionales, el régimen soviético pasó por encima
de la soberanía popular, rechazó el pluralismo, no dio paso a las libertades
democráticas, a la libertad de prensa, a la libre asociación, y trató de ahogar
la autonomía de la sociedad. En relación con este último aspecto operó un estricto
sistema de autorizaciones del partido, que se exigían para la puesta en pie de
las más diversas actividades.
Los procedimientos
democrático-liberales fueron ignorados desde el comienzo por el poder
soviético, al igual que las garantías jurídicas ordinarias.
11. Ni la Constitución
de 1918 ni la de 1924 otorgaron al Partido Comunista un papel rector en la
estructura estatal. Lo tenía de hecho pero no estaba reconocido
constitucionalmente. La oficialización del Partido como instancia
dirigente estatal se registró en la Constitución de 1936.
Su artículo 126 le
concedía la posición de núcleo
dirigente tanto de las asociaciones de trabajadores como de los
organismos estatales.
La justificación de
esta posición, no sujeta a ninguna forma efectiva de control popular, se asentó
en una visión ontológica del Partido en tanto que portador de los intereses del proletariado.
Por esa misma razón, se
descartaba la posibilidad de formar organizaciones políticas diferentes del
Partido comunista. Era inconcebible que dos partidos políticos distintos
representaran igualmente los intereses del proletariado. En pocas
palabras: una clase, un Estado, un
partido.
A PARTIR DE
1917, PARA UNA PARTE DE LOS MOVIMIENTOS Y PARTIDOS DE IZQUIERDA, EL APOYO A
LA REVOLUCIÓN RUSA Y AL RÉGIMEN SOVIÉTICO CONSTITUYÓ UN FACTOR DECISIVO EN LA
CONSTRUCCIÓN DE LAS IDENTIDADES COLECTIVA
|
El derecho a asociarse
quedó circunscrito a la incorporación a las organizaciones sociales, dirigidas
por el Partido, o al propio Partido (Henri Chambre, L’Union Soviétique. Introduction a l’étude de ses institutions,
Paris: Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, 1966, cap. I, pp.
11-53; Michel Lesage, La
Administración soviética, México: Fondo de Cultura Económica, 1985).
12. La Constitución de 1936
fijó los límites de los derechos de los ciudadanos soviéticos de una forma no
muy precisa pero eficaz. Indicaba que debían ejercerse siempre “de conformidad
con los intereses de los trabajadores y en vistas a reforzar la construcción
socialista” (artículo 125), es decir, que quedaba excluida cualquier actividad
que se considerara que no contribuía a reforzar el régimen existente.
El buen
ciudadano debía interiorizar la convicción de que el
Partido encarnaba el bien para la sociedad soviética, y esto de forma no
contingente ni relativa. El Rubashov de El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler, fue, así,
una persona imbuida de la idea de que su deber era subordinar su propio
criterio a las directrices del Partido, precisamente porque este personificaba
el bien, aunque eso no le libró de caer víctima de las purgas estalinistas.
13. Con el tiempo, el
sistema soviético acabó fracasando en su tentativa de disciplinar a la
sociedad, a la que le ofrecía un mundo mustio y asfixiante, resueltamente poco
estimulante. El régimen político no consiguió entenderse con ella, máxime
cuando la economía soviética acabó cayendo en un estado de estancamiento
profundo. Como en los restantes países que imitaron el modelo soviético, la
relación entre el régimen político y la sociedad siempre se enfocó por parte de
los dirigentes políticos como un problema enojoso.
De hecho, sus
relaciones con la población estuvieron marcadas por la desconfianza, por la
vigilancia, por un encuadramiento rígido y tenaz que no podía resultar
satisfactorio, de manera especial cuando los frutos económicos se agotaron.
Dentro de la
constelación soviética es tal vez la experiencia de la República Democrática
Alemana la que nos resulta más conocida. La unificación con la RFA y la
consiguiente apertura de los archivos permitieron un conocimiento muy amplio de
los métodos de control social que fueron aplicados por la Stasi, alumna
aventajada del KGB soviético, que tejió –entre 1950 y 1989– una red de
espionaje de la sociedad extraordinariamente amplia y sumamente eficiente, que
llegó a contar en 1989 con algo más de 90.000 empleados y alrededor de
180.000 colaboradores no oficiales (John
O. Koehler, Stasi: The Untold Story
of the East German Secret Police, Boulder, Colorado: Westview Press, 1999; Timothy
Garton Ash, The File, New York:
Random House, 1997).
La sociedad civil de la
URSS, crecientemente autónoma, se fue disociando del poder político (Sobre la
sociedad soviética: Jean-Marie Chauvier, URSS: une société en mouvement, La Tour d’Aigues: Editions de
l’Aube, 1990; Mervyn Matthews, Clases
y sociedad en la Unión Soviética, Madrid: Alianza, 1977).
Los últimos años de
anquilosamiento fueron testigos de la dinámica de una sociedad que, paso a
paso, sin grandes gestos visibles, iba madurando en su autoconciencia y en su
capacidad para presionar al poder.
Gorbachov, a partir de
1985, personificó la toma de conciencia de una parte importante de las élites
acerca de la necesidad de un cambio político y económico que dejara atrás el
régimen soviético.
Era el fin de un gran
experimento, y el fracaso de una magna operación de ingeniería social. El poder
acumulado por una minoría no pudo someter a una sociedad con la que fue incapaz
de concluir acuerdos satisfactorios. Sobre todo cuando el estancamiento de la
economía, en la década de los años ochenta, fulminó las expectativas de mejora
de la vida social.
La
identificación con la URSS como factor de identidad colectiva
14. La irrupción de la
URSS en el escenario internacional deslindó un antes y un después en la forma
de gestarse las identidades colectivas en la izquierda. Hasta octubre de 1917,
esas identidades, en toda su diversidad, disponían de componentes suministrados
por las distintas corrientes de pensamiento, por las diversas experiencias históricas
y por las variadas prácticas organizativas, culturales y de movilización.
La Comuna de París, de
1871, fue presentada en ocasiones como una sociedad alternativa, pero nadie
podía ignorar que por su carácter puramente local y por su cortísima duración
–del 18 de marzo al 28 de mayo– no podía ser tomada como un precedente
consistente de organización social, política y económica.
Hasta 1917, el peso de
los escritos de las principales personalidades de cada corriente de la
izquierda había sido determinante en la germinación y en la diferenciación de
las identidades colectivas socialistas; como también lo fueron los
proyectos de transformación social de cada una de ellas.
Pero, lo que aquí deseo
recalcar es que en la creación de esas identidades no actuó la adhesión a un
régimen político, sencillamente porque no existía ningún régimen con el que
poder identificarse.
A este respecto, la
novedad aportada por la Revolución soviética fue de gran envergadura.
A partir de 1917, para
una parte de los movimientos y partidos de izquierda, el apoyo a la Revolución
rusa y al régimen soviético constituyó un factor decisivo en la construcción de
las identidades colectivas, las cuales encontraron su referencia institucional
en los partidos comunistas y en la Internacional Comunista, fundada en 1919
(Sobre las relaciones de la Revolución rusa con el movimiento obrero de
Alemania, Francia, Italia, Polonia, Hungría, Austria y de los países
balcánicos: Marc Ferro, Annie Kriegel y otros autores, La Révolution d’Octobre et le mouvement
ouvrier européen, Paris: Études et Documentation Internationales, 1967).
Tal adhesión se vio
favorecida por la radicalización que se dio en las izquierdas europeas en esos
años, impulsada por factores tales como el hundimiento de la Internacional
Socialista con motivo del estallido de la guerra, el descontento generado por
la guerra y las víctimas que causó, la insatisfacción de los excombatientes,
quejosos de que no se reconocieran sus sacrificios, la inquietud de los
trabajadores ante la inflación, el malestar laboral y las huelgas, el ascenso
del fascismo… (De todo ello me ocupé en mi libro La izquierda. Trayectoria en Europa occidental, Madrid: Talasa,
1999, pp. 152 y ss.). Un valioso anhelo de cambios sociales importantes,
latente en millones de personas, facilitó sin duda la multiplicación de las
simpatías hacia el nuevo régimen soviético.
La relación con el
poder soviético trajo aparejados problemas de grueso calibre. Señalaré unos
cuantos.
15. El primero es el de
la adopción por los seguidores de la URSS de un modelo de transformación social
que no sería ya el resultado de la deliberación y de la experimentación a
partir de las variadas condiciones nacionales sino de la imitación de un
régimen determinado.
Quedó muy mermada la
creatividad y la exploración de nuevos caminos de acuerdo con realidades
diversas. Para quienes hacían de la adhesión a la URSS una seña de identidad
primordial la solución estaba en la reproducción del modelo soviético, al que
se le otorgaba un valor universal. Cristalizó una cultura de la dependencia en lo tocante a los cambios sociales
necesarios en los distintos países.
16. La identificación
con la URSS entrañó un problema especialmente grave: en el corazón del sistema
identitario internacional comunista se situó la defensa de una dictadura.
A partir de entonces se
naturalizó en una parte de la izquierda el apoyo a una dictadura, y la
relativización del valor de las libertades y de la democracia, lo que, entre
otras cosas, supuso una ruptura con la tradición socialista, predominantemente
democrática.
La justificación de un
régimen dictatorial y la aceptación de su liderazgo vinieron a contaminar
gravemente las conciencias de sus partidarios.
17. Quienes se
identificaron con la URSS la tomaron como el principal foco emisor de ideas
válidas. Se produjo de este modo una acusada dependencia ideológica. “Hay
personas –escribió Schapiro– para las que los hechos varían según los momentos
de acuerdo con lo que es reconocido o afirmado por los funcionarios del Gobierno
de la Unión Soviética” (Obra citada, p. 9). Los partidos comunistas se plegaron
ante una variedad del marxismo, la soviética, especialmente rígida, estéril y
dogmática; monolítica y monocéntrica,
en palabras de Eric Hobsbawm (Los ecos de
la marsellesa, 1990, Barcelona: Crítica, 2003).
Un colectivo empeñado
en la transformación social en un país o en un conjunto de países tiene interés
en asegurar su autonomía ideológica. Esto que digo, por supuesto, tiene un
alcance relativo. Vivimos en un mundo intercomunicado en el que las ideas
viajan a toda velocidad y las influencias se entrecruzan sin cesar. Y bien está
que así sea. La autonomía ideológica de un colectivo o de una red de colectivos
se mueve dentro de unos límites, pero, así y todo, a cualquier colectivo o a
cualquier red les conviene preservarla en la medida de lo posible. Necesitan no
limitarse a apropiarse de ideas formuladas por fuerzas o poderes que no están
pensando en las circunstancias concretas en las que vive ese colectivo y que,
además, cuando difunden sus ideas están defendiendo sus intereses particulares.
Una dependencia como la
que hemos conocido tantas veces en partidos y movimientos acaba minando su
capacidad de juicio. Hace mucho tiempo viví durante algunos años bajo la
influencia maoísta, hasta que fui comprendiendo tanto las debilidades de los
mensajes maoístas, vectores de los intereses del Estado chino, como la
necesidad imperiosa de pensar con la propia cabeza.
18. La Internacional
Comunista, fundada en 1919 y disuelta en 1943, fue un vehículo privilegiado de
la función dirigente internacional del Partido y del Gobierno soviéticos.
Los partidos nacionales
fueron pensados como partes de un todo al que debían subordinarse. La propia
Internacional fue entendida como un partido
mundial, con una estructura fuertemente
centralizada.
La implantación de la
Internacional en los primeros años fue principalmente europea. Sin contar la
afiliación del Partido ruso, los miembros europeos de la IC eran, en 1924,
659.090; los americanos, 19.500; los asiáticos, 6.350; los de Oceanía, 2.250 y
los africanos, 1.100. En Europa, los mayores partidos comunistas eran el
alemán, el checoslovaco, el francés y el yugoslavo, los cuales agrupaban
a las cuatro quintas partes de los comunistas europeos (Annie Kriegel, Las Internacionales Obreras, 1864-1943,
Barcelona: Orbis, 1984, p. 126).
Tras la disolución de
la Internacional Comunista, en 1943, y después de la II Guerra Mundial, se puso
en pie un sucedáneo más liviano: el movimiento
comunista internacional. Lili Marcou estudió esta nueva realidad en L’Internationale après Staline (París:
Grasset, 1979) y en El movimiento
comunista internacional desde 1945 (Madrid: Siglo XXI, 1981).
19. En el plano
organizativo, la Internacional Comunista promovió partidos a imagen y semejanza
del soviético.
Fueron partidos
altamente centralizados y jerarquizados, en los que no tenía cabida la
disensión y en los que se reprodujo el culto a la personalidad que se enquistó
en la URSS estalinista.
Las 21 condiciones de
admisión de nuevos partidos en la IC aprobadas en el II Congreso de la IC
(julio de 1920), postulaban “la mayor centralización y una disciplina de hierro
rayana en la disciplina militar”, al igual que “depuraciones periódicas en sus
organizaciones, con el fin de apartar a los elementos interesados y
pequeño-burgueses” (puntos 12 y 13; Manifestes,
thèses et résolutions des quatre premiers Congrès Mondiaux de l’Internationale
Communiste, 1919-1923, 1968, Paris: Bibliothèque Communiste-Librairie du
Travail, 1934; Reimpresión en facsímil por François Maspero, París, 1969; en
castellano: Los cuatro primeros
Congresos de la Internacional Comunista, dos volúmenes, Introducción de
Ernesto Ragionieri, Buenos Aires: Cuadernos de Pasado y Presente, 1973. Sobre
los asistentes y el ambiente en los dos primeros Congresos es de especial
interés el libro de Dominique Desanti, L’Internationale
Communiste, Paris: Payot, 1970).
20. Dependencia en
cuanto a las decisiones políticas. La URSS se sirvió de los partidos comunistas
para defender sus intereses nacionales.
Estos, por su parte,
cayeron en la trampa de pensar que los intereses de la URSS eran idénticos a
los de la humanidad y a los de todos y cada uno de los partidos comunistas.
La URSS alentó esta
creencia a través de la Internacional Comunista, por medio de la cual trató de
condicionar la política de los partidos comunistas, en concordancia con los
intereses nacionales de la Unión Soviética, cambiantes en las diferentes
coyunturas.
Un ejemplo concluyente
fue la pasividad del Partido Comunista Francés ante las tropas de ocupación
alemanas después de la invasión de Francia en 1940. Eran tiempos del Pacto
Germano-Soviético, firmado en agosto de 1939. Solo cuando Alemania invadió la
URSS, en junio de 1941, inició el PCF la resistencia contra las tropas de
ocupación.
21. Idealización y
defensa incondicional de la URSS.
Stalin fue
extremadamente claro respecto a esta cuestión: «Es internacionalista quien está
dispuesto a defender a la URSS sin reservas, sin vacilaciones, incondicionalmente;
porque la URSS es la base del movimiento revolucionario mundial» (La situación internacional y la defensa de
la URSS, discurso pronunciado ante el Pleno Conjunto del Comité Central y
de la Comisión Central de Control del P.C.(b) de la URSS, 29 de julio-9 de
agosto de 1927).
La concepción de la
URSS como base del movimiento
revolucionario mundial fue, como se ve, el argumento fundamental para
reclamar un papel dirigente y central en todos los órdenes. En palabras del
propio Stalin: «La Revolución de Octubre, al socavar al imperialismo, creó al
mismo tiempo, con la primera dictadura proletaria, una base potente y
abierta para el movimiento revolucionario mundial, base que este
movimiento no había tenido jamás y
en la que ahora puede apoyarse. Creó un centro abierto y potente para el
movimiento revolucionario mundial…» (“El carácter internacional de la
Revolución de Octubre”, 1927, en la selección de textos titulada Cuestiones de leninismo, Moscú:
Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1946, p. 183).
Cristalizó así una idea
que había de tener consecuencias altamente nocivas al subordinar los partidos
nacionales a otro país.
Los partidos comunistas
debían actuar como propagandistas del régimen soviético, al que concedieron una
generosa línea de crédito aparentemente inagotable.
La defensa
incondicional del régimen soviético, del que poco sabían la mayor parte de
quienes lo respaldaban, más allá de la propaganda oficial, nutrió una
idealización sistemática de la URSS y vino a crear una mentalidad servil y crédula,
dispuesta a dar por buenas todas las iniciativas soviéticas y a ignorar las
informaciones sobre los abusos, arbitrariedades y crímenes cometidos bajo la
dictadura estalinista.
En la política es
frecuente la divergencia entre los relatos oficiales (de partidos, de
instituciones, de Estados…) y la realidad. La propaganda soviética fue la
apoteosis de esta divergencia y del cinismo burocrático.
22. Los efectos de esta
vía para promover las identidades colectivas (por imitación e identificación
con otras experiencias), que volvió a hacer acto de presencia posteriormente en
relación con nuevas revoluciones, han sido devastadores. Ese modo de proceder,
buscando fuera la solución de los problemas inherentes a la construcción de
fuerzas populares, constituyó una curiosa externalización que difícilmente
puede dar buenos resultados.
23. Antes de su fracaso
final, la experiencia soviética se presentó –y así fue recibida en muchísimos
casos– como la fórmula de gobierno ideal universalmente. De hecho, la mayoría
de las revoluciones del siglo XX, no sin diferencias entre ellas, se inspiraron
en el modelo soviético en mayor o menor medida.
El derrumbe de aquello
que había aparecido durante buena parte del siglo como la alternativa al
capitalismo brindó un inapreciable servicio a los defensores del
fundamentalismo del mercado supuestamente autorregulado, que pudo presentarse
de pronto como la forma económica
universal. La URSS murió causando un último daño a la voluntad alternativa.
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AUTOR
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Eugenio
del Río
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