¿Por qué los
neoliberales le temen a la educación?
Buenos Aires 14 SEP 2017 - 17:55 CEST
La escuela es siempre
un espacio político, aunque algunos se esfuercen en ocultarlo o condenarlo. No
se trata de una elección o de una decisión. La escuela es un espacio
inherentemente político porque es la institución que las sociedades
democráticas consagran al ejercicio de un derecho tan esencial que su garantía
potencia, amplía y vuelve efectivos otros derechos humanos fundamentales. Por
eso, los conservadores siempre desconfían de la escuela pública, la atacan y
tratan de desprestigiarla. Porque, ejerciendo su politicidad, la escuela es un
laboratorio de participación y de formación ciudadana. Un espacio de
construcción colectiva de la emancipación y de la libertad humanas.
El 1 de agosto, fuerzas
militares de la Argentina dispersaron de forma violenta una
ocupación de tierras en la provincia de Chubut, al Sur del país. Los
territorios, que ahora pertenecen al magnate italiano Luciano
Benetton, son reclamados ancestralmente por el pueblo mapuche, una de
las naciones indígenas más perseguidas, reprimidas y segregadas tanto en Chile como en
la Argentina. A la ocupación mapuche se había acercado días antes Santiago
Maldonado, un joven artesano de 28 años, oriundo de Buenos Aires y que vivía en
la localidad de El Bolsón, a pocos kilómetros de allí. Santiago fue visto por
última vez durante la represión de las fuerzas de seguridad. Diversos testigos
indican que lo vieron correr y ser apresado
por los efectivos de la llamada Gendarmería Nacional. Desde entonces,
nunca más se supo de él.
La desaparición generó
una gran
movilización ciudadana, que rápidamente fue amplificándose por las
redes sociales con el lema #DondeEstaSantiagoMaldonado y recibió apoyo de líderes
políticos, sociales y personalidades del mundo artístico.
La ministra de
seguridad del gobierno de Mauricio Macri, Patricia Bullrich, sostuvo de
inmediato que nada
unía la desaparición de Santiago a la represión de las fuerzas de
militares. En seguida, atacó a la población mapuche, sosteniendo que ésta, con
acciones violentas, pretendía formar una república independiente dentro del
país. Aunque se supo que su jefe de gabinete había ordenado y diseñado junto al
comando de Gendarmería la violenta desocupación de la comunidad indígena,
defendió al funcionario, diciendo que estaba en el lugar (un páramo distante a
más de 1.500 kilómetros de Buenos Aires) porque “pasaba con su coche”. Durante
los días siguientes, la ministra divulgó pistas que resultaron ser notablemente
falsas, dejó trascender el nombre de un testigo protegido y manifestó que se
estaba politizando el caso. Su verborragia le hizo cometer fallidos
irrecuperables, como sostener que era del “bando de los que no querían
encontrar a Santiago”, y no desaprovechó la oportunidad para minimizar las
violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar. Las
declaraciones de la ministra de seguridad no contribuyeron a otra cosa
que a generar más indignación pública en una sociedad que ha demostrado no
estar dispuesta a volver al pasado y continúa aún hoy juzgando a los genocidas
que participaron de la desaparición forzada de 30 mil argentinos y del
secuestro de centenares de bebes, niños y niñas.
Las escuelas y las
universidades, junto a las organizaciones docentes y estudiantiles, desplegaron
diversas acciones exigiendo la inmediata aparición con vida de Santiago
Maldonado. En los últimos 35 años, desde el retorno a la democracia, el campo
educativo ha sido uno de los que más activamente se ha movilizado en defensa de
los derechos humanos. El 30 de agosto, la Confederación de Trabajadores de la
Educación de la República Argentina, CTERA,
comenzó su campaña nacional: “¿Dónde está Santiago Maldonado?”,
utilizando una serie de cartillas y materiales de discusión sobre derechos
humanos y la desaparición forzada de personas para trabajar en las escuelas.
La acción
del sindicato magisterial fue apoyada por miles de maestros y maestras
en todo el país. La iniciativa se sumó a las que ya se estaban llevando a cabo
desde el mismo día en que se conoció la desaparición del joven artesano.
#DondeEstaSantiagoMaldonado se multiplicó como tema
de reflexión y controversia en las escuelas.
Las acciones de debate
escolar alrededor del caso Maldonado generaron una fuerte
reacción negativa del gobierno nacional y de algunos gobiernos
locales, como el de la Ciudad de Buenos Aires, bastión electoral del presidente
Mauricio Macri. El rechazo a discutir el tema en las escuelas fue replicado por
activistas de las redes sociales y por algunos medios de comunicación
favorables al gobierno. También, por padres y madres indignados ante la
inclusión del tema y, particularmente, de los materiales de CTERA en las
escuelas. Se realizaron declaraciones públicas con miles de firmas y
se recomendó que quienes no quisieran que sus hijos discutieran el asunto, exigieran que se los retirara del aula cuando el tema fuera
tratado. Reunidos alrededor del hashtag #ConMisHijosNo, la campaña fue creciendo, denunciando que
se trataba de politizar las escuelas.
La ministra de
educación de la Ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña, sostuvo que no se debía “pasar el límite de la
politización”, sin indicar qué unidad de medida debía utilizarse para
establecer el índice de politización de un asunto tan complejo como la
desaparición de un ser humano
El mismo día 30 de
agosto, el secretario de derechos humanos de la Argentina, Claudio Avruj, declaró
que comprendía a los padres que se nucleaban bajo el lema #ConMisHijosNo, Sostuvo que consideraba “doloroso y peligroso” llevar el caso de Santiago
Maldonado a las aulas. Después de casi 35 años de democracia, era la
primera vez que un alto funcionario de derechos humanos, cuya función es
proteger la lucha por la memoria, la verdad y la justicia, símbolos indelebles
de la democracia en la Argentina, se apoyaba ahora en el olvido, en el silencio
y la indiferencia ante la desaparición forzada de un ser humano.
El gobierno del país
que más ha avanzado en la condena a los genocidas militares y civiles, capaz de
movilizarse multitudinariamente ante la más mínima sospecha de que podría
volverse atrás en la lucha por los derechos humanos; el del país que sigue recuperando
nietos, nietas, hijos e hijas secuestrados en los años setenta; el gobierno del
país de las abuelas y de las madres de Plaza de Mayo; el del país del Nunca
Más, ahora se horrorizaba ante el debate escolar generado por un caso de
desaparición forzada. El gobierno del país de la lucha por la aparición con
vida de 30.000 víctimas de la dictadura, consideraba que las escuelas y los
docentes estaban politizando el caso de un nuevo desaparecido, esta vez, en
democracia.
El 30 de agosto, los
sindicatos docentes argentinos lazaron su campaña nacional para discutir la
desaparición de Santiago Maldonado. El 30 de agosto, el secretario nacional de
derechos humanos, Claudio Avruj, sostuvo que hacer esto era “peligroso”. La
fecha no fue una simple coincidencia. El 30 de agosto fue declarado por las
Naciones Unidas como el Día
Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Los docentes
argentinos y el gobierno de Mauricio Macri decidieron celebrarlo, cada uno a su
manera.
¿Por qué?
"Esta semana
comenzarán las clases en Cataluña. Cada sala de clase, cada centro educativo se
llenará de niños y niñas. También se llenará de preguntas, de dudas, de miedos,
de silencios, de interrogantes vitales. Comenzarán las clases y nos preguntaremos:
¿por qué? ¿Por qué ocurrió un atentando tan brutal y devastador en una ciudad
pacífica y abierta como Barcelona? ¿Por qué nos preguntarán nuestros alumnos y
alumnas? ¿Por qué?"
Así comenzaba su
intervención el periodista y educador Jaume Carbonell en un homenaje que, hace pocos días, CLACSO le realizó al gran
teórico de la educación, José Gimeno Sacristán, en Valencia.
Como Carbonell, muchos
aprendimos de la obra de Gimeno Sacristán que la escuela no se vuelve o
se transforma por un acto de voluntad individual en un espacio
político. La escuela es siempre un espacio político, aunque algunos se
esfuercen en ocultarlo o condenarlo. No se trata de una elección o de una
decisión. La escuela es un espacio inherentemente político porque es la
institución que las sociedades democráticas consagran al ejercicio de un
derecho tan esencial que su garantía potencia, amplía y vuelve efectivos otros
derechos humanos fundamentales. La escuela es siempre política porque allí se
educan las nuevas generaciones y se educan, con ellas, los que han sido
educados para educarlas. La escuela es política porque allí se ejerce el
derecho a vivir en una sociedad donde el conocimiento es un bien público y
común. Porque, siendo el primer espacio donde se practica el diálogo y la
deliberación entre sujetos diversos y plurales, comienzan a ejercitarse y a
construirse los valores que sustentan cualquier democracia efectiva, toda
ciudadanía crítica y activa.
Por eso, los
conservadores siempre desconfían de la escuela pública, la atacan y tratan de
desprestigiarla. Porque, ejerciendo su politicidad, la escuela es un
laboratorio de participación y de formación ciudadana. Un espacio de
construcción colectiva de la emancipación y de la libertad humanas. Aunque se
esfuercen por denunciar que la politización de la escuela avasalla y limita la
libertad de opinión y de elección individual, no hay nada más político que el
esfuerzo conservador por proclamar el carácter apolítico de la educación. Un
esfuerzo discursivo que redoblan cuando reducen la cuestión de la calidad de la
educación a un asunto eminentemente técnico, normativo o procedimental; esto
es, cuando limitan el debate sobre la calidad educativa a las
pruebas de aprendizaje estandarizado, como la que propone la OCDE con el
Programa PISA.
La necesidad de
despolitizar la escuela es una de las más urgentes cruzadas moralizadoras del
neoliberalismo, reduciendo la educación de los más ricos a un espacio
reproductor y amplificador de sus privilegios, y la educación de los más pobres
a una simple preparación para el ejercicio y la disciplina de un mercado de trabajo
que les exigirá sumisión, silencio, ignorancia y obediencia.
La discusión de
situaciones que involucran una clara y brutal agresión a los derechos humanos
(como la desaparición de ciudadanos por parte del Estado, o los atentados
sufridos por la población civil indefensa), constituyen un insumo pedagógico
fundamental para el desarrollo de comunidades de aprendizaje críticas y
activas, como las que deben aspirar a construir las escuelas de calidad. Y lo
es, porque es en la escuela donde comienzan a edificarse los principios
republicanos y democráticos del bien común; el lugar donde la ética deja de
conformarse con la retórica evasiva de una promesa sólo accesible a los
virtuosos, para transformase en un saber práctico que guía la construcción
colectiva de la igualdad y de la justicia social. La política no “entra” en las
escuelas. La política impregna las escuelas, las constituye y les da sentido,
como el oxígeno le da sentido al aire, como el sol le da sentido a la flor. La
política dota a la escuela de sentido, porque lo que se pone cada día en juego
en la escuela es nada menos que la interpretación del pasado y la construcción
del futuro, porque es en la escuela en donde los seres humanos comienzan a
transformarse en sujetos del presente.
Que la escuela no sea
otra cosa que un espacio anodino, sin otro horizonte que el del entrenamiento
repetitivo y desinteresado, o el del disciplinamiento idiotizante, la
locomotora que conduce y reproduce una sociedad de papanatas indolentes,
también es la forma en que, con pasmosa frecuencia, la escuela ejerce su papel
político.
No hay política en la
escuela. Es que la política, para transformarse en un elemento vital para la
construcción de sociedades libres, emancipadas y autónomas, necesita
convertirse en escuela, volverse pedagogía, constituirse en práctica docente y
confundirse, mezclarse, mimetizarse con el concierto cacofónico que se ejecuta,
cada día, en una sala de clase.
Por eso, esta semana,
cuando los niños y las niñas de Cataluña y de toda España vuelvan a sus
escuelas, se preguntarán por qué. Y nadie podrá silenciar esa pregunta. Ni
siquiera los burócratas, quienes, por detrás de la aspiración de neutralidad
ideológica de la escuela, pretenderán hacer del silencio el eufemismo de la
ignorancia.
Si la escuela está
impregnada, construida y cimentada de política, la vida humana no le puede ser
indiferente. Ni en Buenos Aires, ni en Barcelona, ni en ningún sitio.
EITAN
ABRAMOVICH AFP
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