La Comunidad de Paz de
San José de Apartadó construyó su proyecto de vida alternativo resistiendo 20
años en medio del conflicto armado de Colombia, que para ellos no ha terminado
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Comunidad de paz buscó un modelo propio de soberanía alimentaria para el que
siembra principalmente frijol, arroz, yuca y maíz. JAVIER SULÉ
San José de Apartadó (Colombia)
Alfonso
Bolívar suplicó que no mataran a sus hijos, pero viendo el inminente final le
dijo a su pequeña que debían prepararse para un largo viaje. La niña cogió una
ropa para su hermanito y la metió en una bolsa. Los paramilitares que
irrumpieron en la casa no tuvieron piedad y con una crueldad extrema ejecutaron
las órdenes recibidas por radio de un alto mando del Ejército colombiano:
“Mátenlos porque si no de mayores acabarán siendo guerrilleros”. Natalia tenía
cinco años. Santiago, su hermano, apenas 18 meses. Son parte de los hechos de
la masacre de San José de Apartadó ocurrida el 21 de febrero de 2005 en este
corregimiento de la subregión del Urabá del departamento de Antioquia, al
noroeste de Colombia. Fueron relatados por uno de los autores materiales en un
juicio celebrado años después.
En aquella matanza
asesinaron a ocho personas, entre ellas también a Luis Eduardo Guerra, un
hombre de conciencia lúcida y grandes ideales comunitarios. Los perpetradores
pensaron que matándolo pondrían fin a una de las experiencias de resistencia
civil contra la guerra más significativas de Colombia; la de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.
Robert Morral nunca
podrá olvidar aquel día. Era miembro de Brigadas
Internacionales de Paz, la organización que hace años acompaña a la
Comunidad, y le tocó salir en comisión a buscar los cadáveres. “Encontramos
rastros de sangre y cuerpos descuartizados. Había militares por todas partes.
Unos se reían y burlaban de lo que allí estábamos viviendo. Otros abandonaron
el lugar haciéndose fotos con señales de victoria”, recuerda el exbrigadista
catalán, todavía con rabia e impotencia.
Hoy se sabe que aquella
atrocidad fue cometida por paramilitares y miembros de la Brigada XVII del Ejército
Nacional actuando conjuntamente, pero solo un capitán, algunos
suboficiales y 27 paramilitares fueron condenados. “Procesaron a los
gatilleros, pero no las altas esferas del poder militar. Conocimos la
existencia de un manual del Ejército referido a las comunidades de paz en el
que se decía que debían ser objeto de una guerra política y eran consideradas
como un enemigo”, dice Jorge Molano, abogado defensor de la Comunidad.
De
San José a San Josesito
Las miles de hectáreas
de plátano y banano sembradas en el Urabá, en el límite con Panamá, se ven
desde el aire como un mar tranquilo de color verde intenso. Gracias al banano,
esta subregión antioqueña se convirtió en una zona económicamente próspera pero
también en una de las más violentas del país. Fue cuando grupos paramilitares
decidieron tomarse el Urabá y combatir al V Frente de las FARC asentado en la
región. La guerra y los intereses económicos de las multinacionales entorno al
banano formaron un cocktail explosivo de trágicas consecuencias para la
población civil. La antigua United Fruit Company, hoy Chiquita Brands, llegó a
financiar a grupos paramilitares para provocar el desplazamiento de cientos de
campesinos con el fin de aprovecharse de sus fértiles tierras.
El proyecto paramilitar
había llegado para quedarse e instaurar un régimen de terror. Ante la
situación, sectores de la Iglesia propusieron la creación de espacios neutrales
donde se garantizara el respeto a la vida y la integridad de la población
civil. Unos 5.000 campesinos se habían ya desplazado, pero otros 400 decidieron
organizarse para permanecer en sus tierras y declararse como comunidad de paz
el 23 de marzo de 1997 para rechazar la presencia de cualquier actor armado en
sus espacios. “Tomamos la opción de pensar como vivir en medio de la guerra sin
ser parte de ella. Dijimos que del corregimiento de San José no nos íbamos a
ir, que haríamos resistencia y que nuestra apuesta era por la vida”, dice Brígida
González, una de las fundadoras de la comunidad.
En medio de la guerra,
se reagruparon primero en el semiabandonado pueblo de San José de Apartadó y
más tarde en una finca cercana de su propiedad que rebautizaron como San
Josesito. Aquí continuaron con su proyecto de comunidad de paz. Levantaron
nuevas casas y sembraron fríjol, caña de azúcar, arroz, yuca, maíz, plátano y
cacao, y criaron peces y cerdos. “Fueron construyendo una nueva manera de vivir
solidariamente en común a la cual ya no quieren renunciar, donde la tierra se
volvió una propiedad colectiva y donde los cercos de hambre que les tendieron
con bloqueos alimentarios se convirtieron en un desafío para buscar un modelo
propio de soberanía alimentaria”, dice el sacerdote jesuita Javier Giraldo, muy
comprometido con la Comunidad.
En San Josesito no solo
consiguieron subsistir sino que fortalecieron su propuesta de construcción de
paz. Crearon nuevas formas de organizarse y generaron un proyecto económico de
comercialización de productos orgánicos que, en el caso del plátano y el cacao,
cuentan hoy con el apoyo de organizaciones internacionales para obtener
certificaciones de producción ecológica y de comercio justo para Estados Unidos
y la Unión Europea. Al mismo tiempo facilitaban el retorno de familias
desplazadas a sus veredas apenas fuese posible y trabajaban en prevenir la no
vinculación de niños y jóvenes a los grupos armados o en la tutela a viudas y
huérfanos, además de mantener viva la memoria de las víctimas.
En Colombia, casi nadie
entendió esa posición de neutralidad. La estigmatización, especialmente durante
la etapa presidencial de Álvaro Uribe, fue demoledora. “Era indignante ver el
juego sucio del Estado, sus falsas acusaciones y mentiras para desvirtuar
nuestra propuesta de paz y hacer creer al país y al mundo que teníamos vínculos
con la guerrilla. Pocos saben que las FARC nos atacó también más de 20 veces y
asesinó a algunos líderes”, recuerda Gildardo Tuberquia, miembro de la
comunidad.
Resistir implicó un
alto costo en vidas humanas. La masacre de 2005 fue uno de los hechos más
dolorosos pero desde que decidieran declararse población civil al margen del
conflicto, la Comunidad contabiliza unos 300 asesinatos y más de 1.000
agresiones en forma de amenazas, destrucción de viviendas y quema de cultivos,
desplazamientos masivos, violencia sexual, usurpación de tierra o montajes
judiciales. La impunidad y la desprotección fue tan absoluta que decidieron
romper relaciones con la justicia colombiana. Confían sólo en la Corte
Constitucional y en la Corte
Interamericana de Derechos Humanos. Ambas emitieron ya resoluciones y
sentencias ordenando al Estado protegerles la vida y la integridad.
Sobre la Brigada XVII
del Ejército, responsable de la seguridad de la región, recayeron siempre
graves acusaciones de violación de derechos humanos y de tener una connivencia
descarada con los grupos paramilitares. Ahora, en esta nueva etapa por la que
transita el país tras la firma de la paz con las FARC, aparentemente quieren
dar otra imagen pero las sospechas y la desconfianza no han desaparecido en la
Comunidad de Paz que durante años sufrió sus atropellos.
El máximo responsable
del cuestionado acuartelamiento es hoy el coronel José Antonio Dangón. A sus
órdenes tiene 1.357 policías y militares. “No puedo obviar las sentencias de la
Corte porque es como una guillotina que prende sobre mi cabeza. Es una presión
y una responsabilidad demasiado grande porque mis recursos son limitados. Aun
así, desde hace casi dos años no hemos vuelto a tener un homicidio en Sán José,
tenemos un plan de seguridad integral de todo el corregimiento que incluye la
protección de la Comunidad de Paz y nuestros soldados recibieron capacitación
en derechos humanos”, explica el coronel.
“Salen
unos, entran otros”
Sin embargo, tras la
firma de la paz, la Comunidad viene denunciando un incremento de la presencia
paramilitar en la región y que el Ejército sigue sin hacer nada por detener a
estos grupos armados. Aseguran que tras la salida de los dos frentes
guerrilleros que se movían por la zona han llegado cerca de 500 paramilitares
bajo el nombre de Autodefensas
Gaitanistas de Colombia (AGC), conocidos también como el Clan del
Golfo, que buscan retomar el Urabá y dar un nuevo impulso a los cultivos de
coca. Las paredes de varias escuelas y viviendas amanecieron ya recientemente
pintadas con el mensaje "Llegamos para quedarnos".
La Iglesia ha alertado
también sobre el aumento del paramilitarismo en las zonas que abandonaron las
FARC con el consiguiente control bélico de las tierras vinculadas al
narcotráfico. “Salen unos y entran otros”, decía el obispo
de Apartadó, Monseñor Hugo Alberto Marín, en una carta dirigida al gobierno
nacional en la que preguntaba cuál era el futuro para las comunidades
campesinas que siguen sufriendo el flagelo de los actores armados y si había
alguna simpatía estatal con esas formas ilícitas de dominio territorial frente
a los legítimos poseedores de las tierras.
El
mundo necesita de estas experiencias pequeñas que construyen otras formas de
vivir. Hay muchos ojos y muchos corazones puestos aquí”
En la misma línea, un
preinforme reciente de una misión internacional de
verificación sobre la situación de derechos humanos en Colombia integrada
por organizaciones y representantes de casi todos los partidos políticos
españoles, incluido el Partido Popular, daba cuenta también del aumento del
paramilitarismo en San José. El Estado, sin embargo, unas veces niega esa
presencia y otras la minimiza y habla de bandas criminales que, en el caso del
Clan del Golfo, aseguran tienen voluntad de perseguir y que ya detuvieron a
alguno de sus cabecillas.
Para Gloria Cuartas,
una de las personas que más defendió y visibilizó a la Comunidad de Paz de San
José durante su etapa de alcaldesa de la ciudad de Apartadó, los paramilitares
son un grupo de avanzada económica que pretende obligar a la gente a irse y
vender sus tierras. “Estamos en una zona de desarrollo muy importante que se
definió siempre como la mejor esquina de América y donde hace tiempo venimos
observando toda su transformación espacial. Hay aquí infinidad de solicitudes
de explotación minera en curso y pronto se construirá un gran puerto en el
Pacífico, en la cercana ciudad de Turbo. La Comunidad de Paz es una piedra en
el zapato”. Con todo, Cuartas no cree que sea tan fácil desalojarles. “Esta es
una comunidad que tiene ya importancia global. El mundo necesita de estas
experiencias pequeñas que construyen otras formas de vivir. Hay muchos ojos y
muchos corazones puestos aquí”, añade.
Ciertamente, la
solidaridad internacional ha sido un gran aliado de la Comunidad de Paz sin la
cual ellos mismos reconocen que quizá no hubieran sobrevivido. Y es que es
difícil encontrar en Colombia una experiencia de resistencia civil no violenta
frente al conflicto armado que haya atesorado tanto reconocimiento y apoyo,
incluido el de la Unión Europea, Naciones Unidas o embajadas tan influyentes en
el país como las de Noruega, Suecia, Suiza o Alemania. En el caso de España, el Ayuntamiento
de Burgos y el de la localidad madrileña de Rivas tienen
proyectos de cooperación con San José desde hace años, pero también existe un
gran apoyo en Cataluña y en países como Estados Unidos, Italia, Bélgica y
Portugal. En cualquier caso, cuesta creer que después de tanta muerte y
atropello, la Comunidad de Paz de San José de Apartadó celebrara hace unos
meses sus 20 años de vida.
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