Sally Burch Sally Burch
Entre los cambios en curso en el
mundo, uno que pronto será de los más ubicuos es la expansión de la llamada
“inteligencia artificial” (IA) en un sinfín de áreas, que significará
transformaciones significativas en la economía, el trabajo, el convivir social
y muchos otros ámbitos. La IA implica básicamente la capacidad informática de
absorber una enorme cantidad de datos para procesarlos –mediante algoritmos–
con el fin de tomar decisiones en función de una meta específica, con una
rapidez y en volúmenes que superan ampliamente la capacidad humana. Por
ejemplo, ya se lo utiliza para optimizar las inversiones particulares en la
bolsa de valores, o para ordenar mejor el tráfico vehicular al identificar, en
tiempo real, las rutas más descongestionadas.
El discurso promocional busca
vender la IA como respuesta a la mayoría de problemas; y sin duda, muchas
aplicaciones pueden ser bastante provechosas, a nivel personal o social. No
obstante, como toda tecnología, la forma cómo se desarrolla responde a
intereses concretos; y actualmente casi las únicas entidades con capacidad de
realizar la inversión y manejar las cantidades de datos requeridas para
optimizar los sistemas, son grandes empresas transnacionales: principalmente
estadounidenses, aunque también chinas y, en menor medida, de algunos otros países.
La hegemonía que han logrado
estas empresas se debe, por un lado, a la posición clave que ocupan al
controlar las plataformas que conectan los diferentes actores, hecho que se presta
a la conformación de monopolios. Y esto a su vez les permite acumular más
datos, insumo principal de esta nueva economía digital. Entonces, y sobre todo
cuando se trata de transferir servicios públicos o funciones críticas a
sistemas de IA manejados por estas empresas, surge una contradicción entre la
meta de máxima ganancia de la empresa y las exigencias del interés público.
Uno de los riesgos más evidentes
es una eventual falla o hackeo en un sistema vital (como la red eléctrica) o de
alto peligro (como los vehículos de automanejo). Posibilidad que aumenta si la empresa
responsable trata de aumentar su ganancia al reducir el gasto en seguridad.
Pero surgen serias implicaciones
y desafíos en muchos otros aspectos, particularmente respecto a los derechos
humanos o las zonas grises en lo jurídico; como también en materia de
soberanía. En los países desarrollados (en particular Europa), está abierto el
debate sobre las implicaciones de la inteligencia artificial y se ha comenzado
a elaborar marcos de principios y derechos, que contemplan cuestiones como:
» Los
robots y sistemas de IA programados para tomar ciertas decisiones tienen a
veces algoritmos complejos que resulta imposible saber exactamente cómo y por
qué tomaron tal decisión y no otra. Entonces, ¿quién es responsable por las
consecuencias de estas decisiones?
» ¿A
quién(es) pertenecen los datos que los sistemas informáticos recaban de los
sensores (por ejemplo, de una ciudad) o de los usuarios (con o sin su
consentimiento o conocimiento)? ¿Qué implicaciones tendría en cuanto a
quién(es) se benefician de los rendimientos económicos que producen?
» ¿Cómo
evitar que los sistemas inteligentes profundicen las exclusiones y
discriminaciones (intencionalmente o no)? De hecho ya existen muchos casos
donde se evidencia que los prejuicios sociales se reflejan en los mismos
algoritmos.
Posiblemente uno de los problemas
más agudos sería el impacto sobre el empleo debido a la robotización o la
automatización de la producción de bienes o servicios. Hay pronósticos de que
el empleo en muchos sectores va a desaparecer, y que los nuevos empleos serían
insuficientes para absorber a todas las personas desplazadas; entre los
sectores más vulnerables se menciona a los choferes profesionales o el personal
de venta de supermercados y almacenes. Por ello, hay cada vez más apoyo, en los
países desarrollados, incluso entre el sector empresarial, a la idea de que
será necesario establecer un ingreso básico universal para la población que
queda sin empleo remunerado, que sería subvencionado mediante políticas de
transferencia de ingreso de las empresas ultra-rentables del sector de la IA.
Toda vez, otros analistas
consideran que se exagera el peligro de pérdida de empleos al menos en el corto
plazo, (tal vez por motivos políticos: un trabajador con miedo de perder su empleo
será más dócil), ya que si fuera cierto que los robots están remplazando
masivamente a trabajadores, se estaría produciendo un fuerte crecimiento en
productividad, lo que, al menos en el caso de EE.UU., no se registra.1 El
crecimiento promedio es de apenas 1.2% anual en la última década y solo 0.6% en
el último quinquenio.
Pero no cabe duda que hay una
transferencia de riqueza hacia las empresas que concentran poder en el sector
IA (a veces conocido como GAFA –Google, Apple, Facebook, Amazon–, o GAFA-A,
incluyendo a la empresa china Alibaba); enriquecimiento basado en la
acumulación y procesamiento de datos.
El
impacto en el Sur
En América Latina, hasta ahora,
hay poco debate sobre estos temas. Sin embargo, podemos estimar que los
impactos serán importantes y a relativamente corto plazo. Por un lado, los
cambios en el Norte tendrán sin duda secuelas en el Sur. Por ejemplo, a medida
que avance la robotización y automatización, ciertas líneas de producción que
fueron desplazadas a países del Sur para beneficiarse de la mano de obra
barata, regresarían al Norte. De hecho ya está ocurriendo: en India, por
ejemplo, se han reducido fuertemente los empleos en el sector de tecnologías de
la información, en particular los centros de llamadas. Por otro lado, la
contratación en el Sur de sistemas de IA de proveedores del Norte, por ejemplo
para mejorar los servicios públicos, significará nuevas formas de extracción de
riqueza y datos y por ende nuevas formas de dependencia, mayores brechas entre
Norte y Sur, etc. Sería importante realizar estudios que midan las
repercusiones reales en nuestros países y para estimar el impacto potencial.
En un artículo de opinión
publicado hace poco en el New York Times2 , Kai-Fu Lee, (quien encabeza una
empresa china de capital de riesgo y preside su Instituto de Inteligencia
Artificial), presenta las perspectivas en términos bastante crudos: para el
futuro previsible, si bien la IA está muy lejos de poder competir con la
inteligencia humana, él reconoce que tiene la capacidad de reconfigurar el
sentido del trabajo y de la creación de riqueza, lo que desencadenará la
eliminación a amplia escala de empleos, conllevando a desigualdades económicas
sin precedentes. Por ello, considera inevitable introducir políticas de
transferencia de ingreso de las empresas de IA con alta rentabilidad hacia los
sectores sin empleo, lo que será factible –dice– en países como EEUU o China,
que tienen el potencial de dominar el sector. Pero, siendo la IA una industria
donde la fortaleza engendra mayor fortaleza, la mayoría de países quedarán
fuera de esa posibilidad, por lo que “enfrentan dos problemas infranqueables.
Primero, la mayoría del dinero que produzca la inteligencia artificial irá a
Estados Unidos y China”. Y segundo, tener poblaciones en crecimiento se
convertirá en una desventaja, por la escasez de empleos.
Entonces, pregunta qué opciones
quedarán para la mayoría de países que no podrán cobrar impuestos a empresas de
IA ultra-rentables: “Solo puedo predecir una: a menos que deseen hundir en la
pobreza a su gente, se verán obligados a negociar con el país que les
proporcione la mayor cantidad de software de inteligencia artificial —China o
Estados Unidos— para que en esencia sea dependiente económico de ese país y
acepte los subsidios de asistencia social a cambio de que las empresas de
inteligencia artificial de la nación ‘madre’ sigan obteniendo ganancias de los
usuarios del país dependiente.” El autor estima que las empresas
estadounidenses dominarán en los países desarrollados y en algunos en
desarrollo, y las empresas chinas en la mayoría de países en desarrollo,
arreglo económico que “transformarían las alianzas geopolíticas”.
Sin duda, es un pronóstico
influenciado por la perspectiva geopolítica china, pero lo destacamos aquí porque
es poco frecuente que el sector empresarial quiera reconocer esta realidad. Se
puede pensar que habría otras salidas; no obstante, con la actual inercia en la
mayoría de países del Sur frente a esta realidad, aún poco entendida, un
escenario parecido al que prevé Kai-Fu Lee parece bastante probable. El Sur
permanecería en su rol de proveedor de alimentos y materias primas y se
ahondaría su dependencia del Norte.
No hay mucho tiempo para
reaccionar, como lo destacó, en su reciente visita a Ecuador, el ex ministro de
finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis, quien advirtió que el modelo econó- mico
actual de ese país suramericano apenas podrá durar unos cinco años más y luego
–si no hay un recambio tecnológico–, quedará fuera de la cadena de creación de
valor. “El cambio tecnológico se está moviendo rápidamente contra los
productores primarios: los países de ingreso bajo o medio que dependen del
comercio físico”. A la vez que alabó la sofisticación de la política financiera
ecuatoriana frente a la dolarización y la deuda externa y para la
redistribución de la renta, consideró que el reto actual es encontrar una
sofisticación similar en el sector tecnológico, emulando, por ejemplo, a
Estonia o Islandia, con una política de soberanía tecnológica, para que se vuelva
un ejemplo para la región y para el proceso de integración regional.
Mientras tanto, las
transnacionales del sector se apresuran a derrumbar cualquier barrera que pueda
subsistir para su dominio global sobre los mercados y los datos. Avanzaron su agenda,
con muy poca resistencia, en los capí- tulos sobre comercio electrónico de los
acuerdos comerciales TPP (Tratado Transpacífico – ya difunto) y TISA (Acuerdo
sobre el Comercio de Servicios – por ahora congelado); entonces la apuesta
ahora es abrir negociaciones sobre “comercio electrónico” en la Organización
Mundial del Comercio (OMC)3 .
Sin duda, el reto de la nueva
economía digital apela a una voluntad política clara y contundente, pero
también a buscar alianzas. Por el tamaño de las inversiones que requiere, es
poco pensable que cualquier país latinoamericano por sí solo pueda encontrar
una salida adecuada; pero un bloque de países –como UNASUR– tendría mayor
capacidad de desarrollar niveles de respuesta, por lo menos para afirmar
soberanía regional en algunas áreas críticas. Le permitiría asimismo acumular
más poder de negociación frente a las potencias en IA y sus empresas, como en
las instancias globales donde se definen políticas de gobernanza.
………………………………………………………………………………………………….
Sally Burch es periodista
británica-ecuatoriana, directora ejecutiva de ALAI.
1 Ver Dean Baker, “The Data
Defying Job-Killing Robot Myth” http://bit.ly/2suv7WP
2 Kai-Fu Lee, “La verdadera
amenaza de la inteligencia artificial”, New York Times, 27 de junio 2017. https://nyti.ms/2ug7h2q
3 Ver Sally Burch, “La agenda del
comercio electrónico en la OMC”, alainet.org/es/articulo/185534
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