Fotografia: james petras
Traducido del inglés para
Rebelión por César P. Guidini Joubert
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Presentación
En el curso de los dos decenios
pasados en los Estados Unidos se registraron cientos de miles de fallecimientos
prematuros [i] por culpa de médicos que recetan de forma totalmente
irresponsable calmantes y demás depresores del sistema nervioso central, como
los tranquilizantes, los cuales provocan enviciamiento, y también a causa de
las contraindicaciones de tales medicamentos, cuyas consecuencias son mortales.
El hecho innegable es que esos fallecimientos corresponden en su inmensa
mayoría a individuos que son raza blanca y pertenecen a la clase trabajadora y
a la clase media baja que vive en las regiones rurales y en las ciudades en las
que cerraron las fábricas [ii] . La clase dirigente y los grandes
mandamases de la oligarquía decidieron, con toda discreción, desprenderse de
esa parte del país porque consideran que “sobra”. La víctima y los parientes
que la sobreviven carecen de la más mínima posibilidad de conseguir que se les
indemnice para reparar la negligencia general y la codicia que llevan al enviciamiento
y a la muerte. El gobierno en su conjunto y la prensa, que obedece a la
oligarquía, omiten deliberadamente informar de las causas últimas de la
epidemia e investigarlas en consecuencia, y lo único que se puede leer y
escuchar son las clásicas peroratas, pomposas y superficiales, sobre el
problema.
Se examinarán en primer término
las proporciones y los pormenores de la epidemia y se señalarán las causas
últimas, tras lo cual se expondrán soluciones.
Cotejo
de cifras
En el concierto de los países
adelantados de Europa y Asia los Estados Unidos pueden reivindicar la dudosa
distinción de que cuentan con la tasa más elevada de aumento del fallecimiento
prematuro de individuos jóvenes y adultos de extracción obrera y de clase media
baja [iii] ; ese aumento de la mortalidad prematura no se registra
siquiera en los países que no son tan adelantados, salvo en los tiempos de
guerra. Tal devastación, que es exclusivamente propia de los Estados Unidos, se
concentra en la población blanca, pobre y con escasos estudios que vive en los
pueblos y ciudades pequeñas y en las regiones rurales.
El fenómeno ya no se puede
ocultar: en el curso de los dieciséis años pasados (2000 a 2016), la tasa de
fallecimiento del obrero norteamericano que tiene de 50 a 54 años de edad se
duplicó y pasó de 40 a 80 por 100.000 [iv] . Por el contrario, en
Alemania la tasa de mortalidad del individuo de características semejantes
descendió de 60 a 42 por 100.000 y en Francia lo hizo de 55 a 40 por 100.000
(2). Además, en los Estados Unidos la tasa de mortalidad del obrero blanco
marginado aumentó en comparación con la cifra correspondiente a la población
negra y a la procedente de América Latina. Dicho aumento de la muerte prematura
señala un notable deterioro de las condiciones de vida de una fracción
descomunal de la población de los Estados Unidos. Los fallecimientos se
atribuyen fundamentalmente a la notable alza del suicidio, a las complicaciones
que acarrean la obesidad y la diabetes, y muy particularmente, al
“envenenamiento”, concepto genérico en el que, además del alcohol, los
estupefacientes, y, sobre todo, los analgésicos narcóticos que receta el
médico, cabe un amplio espectro de contraindicaciones.
A juicio de algunos pretendidos
“especialistas” que “dominan” el problema del vicio con medicamentos, el alza
de la tasa de mortalidad del obrero de los Estados Unidos se atribuye a “la
mundialización y la automatización” (3). Eso es un ejemplo de lo que se
denominan explicaciones “superficiales” o “falsas”, y se llaman así porque el
fenómeno no se registra en los demás países industrializados; en efecto,
incluso si se consideran el Japón, el Canadá y el Reino Unido, cuya economía se
transformó por causa de la “mundialización” y de la moderna automatización, en
ninguno de ellos se observa que aumente la mortalidad de la parte fundamental
de la población.
La mortalidad del obrero del
Reino Unido, Canadá y Australia se mantiene estable en unos cuarenta
fallecimientos por cien mil, o sea, la mitad de la tasa de los Estados Unidos,
pese a que esos países no presentan grandes diferencias en lo que respecta a
las características demográficas y a la cuota del mercado mundial. La clave
para comprender el presente fenómeno radica en la atención que el capital y la
estructura dominante de los Estados Unidos prestan a las necesidades de la mano
de obra, que ya no resulta necesaria por causa de la transformación que se
opera en la economía
En los Estados Unidos el obrero
blanco adulto, mal remunerado y que, con suerte, cursó la enseñanza secundaria,
sobre todo el que cumple labores manuales, registra una mortalidad que
cuadriplica la de aquel otro que fue a la universidad. El aumento espectacular
de la mortalidad en dicha categoría demográfica se corresponde con la mayor proporción
de obreros y sus familias que ya no gozan de la debida atención médica a cargo
del patrón. La desaparición de los puestos de trabajo seguros y bien
remunerados de la industria fabril provoca que se extiendan los fallecimientos
prematuros en dicha capa de la sociedad.
En otras palabras, las muertes
evitables en el mundo del trabajo aumentan de forma paralela al éxodo de
fábricas al extranjero, la automatización y la contratación de obreros
inmigrantes y de obreros autóctonos sin seguro y que trabajan por horas, todo
lo cual acarrea que desaparezca la atención médica completa que recibe la clase
trabajadora, pero precisamente gracias a eso es que la tasa de ganancia del
gran de capital puede aumentar sin pausa. En otras economías capitalistas adelantadas
de Europa y Asia se mantienen intactas las instituciones de salud pública y
previsión social, que son de carácter universal y cumplen debidamente la misión
de aliviar el daño que causan a la salud del obrero la mayor inseguridad del
puesto de trabajo y el deterioro de las condiciones de vida. Dichas
instituciones de salud pública salvan millones de vidas y ése es uno de los
contrastes más marcados que separan a la medicina de los Estados Unidos de la
que está vigente en el resto del mundo industrializado.
El
“OxyContin” [v] , la Peste Blanca
La causa última de la descomunal
alza de la mortalidad de obreros en los Estados Unidos es, ante todo, la
decisión que tomó la clase capitalista de suprimir la atención médica general y
en buenas condiciones de que gozaba el trabajador a la vez que se rebajaba el
salario y se enviaban al extranjero muchos puestos de trabajo. Por esa causa, y
en vista del descenso de su ingreso, el obrero no puede darse el lujo de pagar
para sí y para su familia las sumas astronómicas que representan la prima del
seguro de salud, la consulta al médico y la receta y la franquicia. Tampoco
tiene para pagar la abultada factura de la “terapia física y rehabilitación”
cuando sufre un accidente, todo lo cual explica que prefiera que le receten un
analgésico narcótico gracias al que podrá soportar el dolor crónico [vi] mientras
sigue trabajando.
En segundo lugar, el personal
médico (médicos, enfermeras y auxiliares médicos) está sometido a fuertes
presiones del patrón para que dedique el menor tiempo posible tiempo al
paciente que padece de dolor crónico y lesiones por accidentes del trabajo,
sobre todo, los que cuentan con recursos limitados. El salario y la retribución
extraordinaria dependen generalmente del número de pacientes que se atienden
por día. La clásica receta, especialmente cuando se prescriben narcóticos,
sedantes, ansiolíticos y somníferos, ahorra tiempo y dinero al médico y al
hospital privado. Muy rara vez recibe el obrero accidentado y el que sufre de
dolor crónico el examen detenido de la historia, el debido reconocimiento, el
diagnóstico serio y el consiguiente tratamiento y vigilancia posterior, pues
todo eso cuesta mucho dinero.
Las sociedades farmacéuticas
fabrican miles de millones de opioides de síntesis [vii] , de muy bajo
costo de producción, pero cuya ganancia es descomunal, pues rinden muchísimo
más que los denominados “medicamentos estrella”. Los multimillonarios dueños de
los laboratorios que se dedican a los analgésicos narcóticos contratan a
legiones de vendedores que visitan a los médicos y a las clínicas del dolor,
aprovechando que operan en un ramo que carece prácticamente de reglamentación y
que es ajeno por completo a la intervención y vigilancia del Estado
capitalista. Los valedores de la industria farmacéutica gastan cientos de
millones de dólares en los políticos y jerarcas públicos para proteger su
ganancia, aún a costa de que aumente el número de muertes por sobredosis de
quienes no pueden vivir sin el opioide que le receta el médico. La falta
absoluta de intervención del Estado en la presente epidemia no tiene parangón
en el mundo industrializado. Esa malévola indiferencia prueba que existe un
darwinismo social, tácito, pero de carácter oficial, y que opera en las más
altas esferas; es la misma ideología y práctica que antes era patrimonio
exclusivo de los más ardientes defensores del fascismo y de las teorías de la
eugenesia.
¿Qué
da al gran capital impunidad para el asesinato?
El envenenamiento con los
narcóticos recetados y con la mezcla de tranquilizantes, alcohol y
estupefacientes, de consecuencias mortales, es la primera causa de
fallecimiento prematuro, y evitable, en el mundo del trabajo. También debería
figurar en la categoría de fallecimiento por sobredosis el obrero que pasa del
vicio del estupefaciente que le receta el médico al estupefaciente que se vende
en la calle, pues, en última instancia, el vicio que padece comienza en el
hospital que lo atiende. Aunque nunca lleguen a conocerse, el traficante de la
calle es socio del mundo de la empresa privada y de esas clínicas del dolor,
que siempre están relucientes de limpias.
Las muertes prematuras por
sobredosis causan increíble sufrimiento a los amigos y parientes de la víctima,
pero a los ojos del “gran capital” constituyen un hecho favorable, y por esa
razón la epidemia ha permanecido casi oculta por espacio de dos decenios. La
prensa de los pueblos de provincia acostumbra dedicar extensos y conmovedores
párrafos en recuerdo del abuelito fallecido en los que no faltan tiernas
palabras acerca de la enfermedad que se lo llevó, mientras que la muerte por
sobredosis del padre adulto o de la madre que fue despedida del trabajo es
llorada en el anonimato y en silencio.
El fallecimiento prematuro del
obrero por sobredosis engrosa considerablemente la ganancia del patrón, pues
así disminuyen los gastos generales en concepto de despido, pensión, medidas de
seguridad en el trabajo y cuantos otros gastos en atención médica corran de
cuenta de la empresa. Se extingue el subsidio de paro y la contracción de la población
trabajadora hace que bajen los tributos municipales destinados a sufragar la
enseñanza y los servicios y provoca que se contraiga también la demanda de
servicios sociales. No es coincidencia alguna que el marcado aumento de la
muerte prematura de obreros coincida con la increíble concentración de riqueza
en manos de los grandes oligarcas de los Estados Unidos.
En tales circunstancias, la
fuerte merma del salario y de los derechos sociales sumada a la mayor
inseguridad del puesto de trabajo hace cundir un miedo profundo en el mundo del
trabajo. La mayor parte de las veces el obrero que ve con terror la pobreza en
que quedará sumida su familia por la pérdida de un puesto de trabajo decente
continúa trabajando a pesar de que se encuentre accidentado o enfermo y para
llegar a duras penas al fin de la jornada tiene que tomar estupefacientes
legales y de otro tipo. Combate el estado de inseguridad, la ansiedad y el
insomnio con otros medicamentos que, a su vez, agravan el riesgo de sobredosis.
El miedo y el clima envenado que reina en el lugar de trabajo lo obligan a
abstenerse de solicitar la licencia de enfermedad y una buena terapia física
rehabilitadora por la vía del seguro de salud de la empresa.
Los calmantes más “eficaces” y
que están respaldados por una enorme propaganda, como el OxyContin, suelen ser
los que provocan un enviciamiento más veloz y de consecuencias mortales. Los
representantes de la industria farmacéutica que visitan clínicas y hospitales
se encargan de ocultar deliberadamente la peligrosa naturaleza enviciante de
esos “medicamentos milagrosos”. La víctima de tales fármacos enviciantes es
casi siempre el obrero mal pago y el que no tiene trabajo, y el médico que hace
la receta es un fiel servidor del patrón capitalista y de las grandes
farmacéuticas. Los laboratorios cuentan con la protección de las altas esferas
del Estado y, a su vez, los funcionarios de jerarquía “media” se encargan de
proteger a los propietarios y al personal médico de los hospitales y las
clínicas del dolor, que están en manos privadas.
Los autores de ese asesinato
colectivo por sobredosis sacan un provecho descomunal y con total impunidad del
caos que se provoca, pero no ocurre lo mismo con el pequeño traficante
callejero que puebla las atestadas y gigantescas prisiones de los Estados
Unidos. No hay un solo organismo federal, policial o de seguridad que siquiera
se atreva a perseguir y enjuiciar a los propietarios de esas enormes sociedades
farmacéuticas. En efecto, el brazo de la seguridad y la justicia del Estado hace
de cómplice del enviciamiento colectivo, aunque los agentes de policía no son
más inmunes a los narcóticos con receta que las enfermeras y demás personal
médico que deben tratar a las víctimas de los accidentes de trabajo. En
realidad, el problema de la muerte por sobredosis de medicamentos narcóticos
que afecta al personal médico y del servicio de seguridad (incluidos los
frecuentes casos de suicidio por sobredosis de quienes pierden el puesto de
trabajo por culpa del consumo de narcóticos) constituye una tragedia pública de
la que no se tiene noticia y por la cual nadie llora. Tampoco escapan al
problema los soldados que regresan de las guerras imperiales en el Medio
Oriente y el Sudeste Asiático.
Las contradicciones de una
sociedad que otorga impunidad a los capitalistas que perpetran esa epidemia de
muerte (la “guerra del opioide” [viii] contra la clase obrera
sobrante) y, al mismo tiempo, gasta miles de millones de dinero del Estado para
encarcelar al pequeño traficante de la calle y al cliente ilustran que el
gobierno federal y el de los estados se encuentran sumidos en el caos y les
resulta imposible intervenir como se debe en favor del ciudadano.
Con oportunidad de las elecciones
internas y presidenciales del año pasado y la difusión por radio y televisión
de las respectivas campañas (por primera vez) los políticos nacionales fueron
interpelados en numerosas ocasiones por los ciudadanos de los pueblos de
provincia que estaban alarmados por la devastación que sufren por culpa de los
medicamentos narcóticos y la muerte por sobredosis. El candidato Trump hizo
varias declaraciones sumamente emotivas acerca de la cuestión y, por su parte,
resulta interesante destacarlo, la candidata del Partido Demócrata, Hillary
Clinton, no hizo la más mínima mención al problema a lo largo de la campaña, a
pesar de que no cesó de pregonar y vanagloriarse de los “logros” que ella había
conseguido en el campo de la salud.
En los últimos meses las
proporciones que reviste el fallecimiento por sobredosis en los pueblos pequeños
y en el campo provocaron movilizaciones populares que reclaman que el Estado
haga algo. Como era de esperar, entonces se reunió rápidamente un pequeño
ejército de catedráticos, especialistas y entendidos, y asociaciones privadas
(ONG) y se presentó para reclamar más fondos para “investigación, formación y
tratamiento”. Los mismos propietarios de las clínicas del dolor, que llevan a
tantos a caer en el vicio de los medicamentos, decidieron ampliar el campo
comercial y ahora se denominan “clínicas de rehabilitación”, cuyo fin es
complementar la labor de las asociaciones de apoyo a la víctima y que
proliferan como hongos después de la lluvia.
Ninguna de esas empresas
oportunistas, más que discutibles, se propone “instruir” políticamente y
movilizar al obrero enviciado con medicamentos y al resto de la ciudadanía para
reclamar que se cree una institución nacional de salud pública universal como
hay en otros países en los que no existe el problema del envenenamiento por
medicamentos. Ni siquiera se encargan del problema de los accidentes de trabajo
y de que el obrero sea tratado con opioides porque no se le presta un servicio
de rehabilitación y terapia física. Los profesionales de la medicina prefieren
remitir al paciente a los centros de tratamiento, en los que el problema del
vicio se tratará con medicamentos que lo agravan, como la metadona, en vez de
hacer frente a las consecuencias devastadoras de la quiebra de las
instituciones de salud pública de los Estados Unidos, que están en manos de los
seguros de salud privados que buscan el lucro a toda costa, y en consecuencia,
organizarse para atender como se debe al paciente.
Del mismo modo, las instituciones
de trabajo y los sindicatos del ámbito federal y estatal omiten cuidadosamente
hablar de los estragos que la epidemia causa en la mano de obra. En un
editorial del New York Times del 16 de octubre de 2016 se señala que
millones de hombres en edad de trabajar se encuentran totalmente fuera del
mercado de trabajo por causa de “dolor e incapacidad” y una parte considerable
de ellos vive con analgésicos narcóticos. El efecto prolongado es obvio: el
tratamiento enviciante con dichos medicamentos destruye la disciplina interna
del obrero, que es imprescindible para que la industria produzca. Sería
inimaginable que los industriales y los gobernantes de Alemania y de China
aceptaran las consecuencias prolongadas de tal fenómeno. Ése es apenas un
brillante ejemplo que revela la actitud arrogante y displicente con que la
oligarquía y el mundo de la política de los Estados Unidos tratan a la mano de
obra del propio país.
Los asesinos y sus víctimas se
califican por su clase social y no por los “estudios” o los “conocimientos de
informática” que posean. Los capitalistas de la industria farmacéutica producen
mortíferas mercancías que se distribuyen con astronómicos recargos en decenas
de miles de farmacias. Los destinatarios de esa mercadería son el trabajador y
el individuo de clase media baja que cae víctima del envenenamiento.
Por su parte, los capitalistas y
los oligarcas no tienen la más mínima necesidad de recurrir al seguro de salud,
pues tienen a su disposición sus propias y exclusivas clínicas de lujo que son
atendidas por el correspondiente cuadro de médicos de renombre y enfermeras que
les brindan la mejor atención que se conoce. A ellos jamás se les ocurriría
permitir que sus parientes fueran tratados con esos medicamentos enviciantes
que devastan la vida de millones y millones de ciudadanos inferiores y los
cuales les hacen ganar enormes sumas de dinero. Aunque uno nunca pueda ver y,
mucho menos, visitar esas clínicas de lujo, no es difícil entender las
consecuencias mortíferas que provoca ese apartheid en el campo de la medicina.
Haciendo gala de un optimismo que
no es extrañar, la prensa de los Estados Unidos da cuenta de que, gracias al
problema de la mortandad por sobredosis, los hospitales que realizan
trasplantes cuentan ahora con numerosas partes del cuerpo que son necesarias.
¡No se consuela quien no quiere!
La clase capitalista que ha
desencadenado esa “guerra del opioide contra la clase obrera” no tiene el menor
problema en donar decenas de millones de dólares a los candidatos a la
presidencia y los demás dirigentes de los partidos políticos para asegurarse de
que las autoridades que designen en los denominados organismos de inspección
del Estado se esfuercen por proteger sus ganancias en vez de la salud pública
del ciudadano. Los oligarcas gozan de inmunidad casi total y eterna de dichos
organismos fiscalizadores. Si, alguna vez el escándalo de las inmensas pérdidas
de vidas humanas que causan los medicamentos que envenenan llega por casualidad
a afectar su vida refinada del mundo de la filantropía de las bellas artes y
demás actividades de la élite, tienen a su disposición legiones de “moralistas”
de la prensa y del mundo oficial que se encargan de culpar a las víctimas por
los hábitos malsanos que les arruinan la vida.
Una de esas compañías es Purdue
Pharmaceuticals, que fabrica el OxyContin y que es propiedad de la familia
Sackler, cuyos fundadores pertenecen a la cúpula de los filántropos de la
cultura de los Estados Unidos. Desde que, en 1995, comenzó a girar en el ramo
de los calmantes, lucrativo como no hay otro, el OxyContin redituó a la Purdue
35.000 millones de dólares y los Sackler pudieron entrar en el Olimpo de los
archimillonarios del país. A ninguno de los conservadores de las Galerías
Sackler y del ala Sackler del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York se le
ocurriría hacer una exposición de “realismo social” que ilustre el inmenso
sufrimiento y muerte que los medicamentos de sus patrones causan a millones de
individuos de clase baja; pero ocurre que los gustos cambian y el “realismo
social” ya no está de moda en el apartheid de clase que los Sackler y sus
amigos impusieron en el país.
Los estudios serios y rigurosos
sobre la evolución demográfica también han quedado anticuados. Un antiguo
director de la Administración de Alimentación y Farmacia (FDA) sostiene que la
moda de recetar opioides de forma indiscriminada constituye uno de los “mayores
errores de la historia de la medicina moderna”, pero no hizo nada para contener
la epidemia durante el período en el que estuvo al frente del organismo (1990 a
1997) ni para llamar la atención acerca de sus devastadoras consecuencias
después de que dejara el cargo. En efecto, el doctor David Kessler [ix] esperó
hasta hace muy poco para sumarse al coro de quienes lamentan la epidemia de
opioides a raíz del sonado fallecimiento por sobredosis de Prince, la estrella
del rock, y fue solamente entonces que escribió un artículo de opinión en el New York Times del 6 de mayo de
2016 [x] .
Los profesores de universidad
reciben subsidios de las grandes fundaciones nacionales para “estudiar el
problema de los opioides” con el fin de elucidar particularmente los trastornos
psicológicos que padece la víctima de sobredosis y las patologías sociales del
traficante de la calle. Eso desvía la atención de los laboratorios
farmacéuticos, que lucran con la epidemia, y de los gobernantes del
capitalismo, que prepararon el terreno para ese envenenamiento colectivo en
todo el país. Pero, el ascenso en la universidad, el reconocimiento de los
colegas y los jugosos subsidios de investigación no son para quien cometa la
tontería de señalar con el dedo a las farmacéuticas asesinas, las peligrosas
condiciones de condiciones de trabajo, las horas extras, la escasa paga, el
aumento de los accidentes de trabajo y las enfermedades y la desesperación que
hacen que el obrero pase de manos de la empresa asesina a manos del “papá
laboratorio”, ni tampoco para el que se atreva a denunciar a los médicos que
estimulan al trabajador a que recurra al veneno de los calmantes en vez de
reivindicar aumento de salario, mejor atención médica, mejores condiciones de
trabajo y un futuro de verdad para su familia.
Es urgente que se tomen medidas
en serio. La realidad de los cientos de miles de fallecimientos por culpa de la
“receta de la muerte” y de los millones de víctimas del vicio de los
medicamentos deben reclamar que se cree una fiscalía especial nacional que se
dedique de forma exclusiva a desentrañar las causas últimas de esta epidemia
que no remite y las cuales radican en el ánimo de lucro que mueve a la élite
social y económica del país. La investigación deberá encaminarse a perseguir a
la extensa red de chantajistas y propiciadores, en la que caben desde los
valedores de los laboratorios farmacéuticos y los jerarcas del Estado corruptos
hasta los médicos y los periodistas, porque la presente epidemia afecta a
decenas de millones de trabajadores y a su familia, amigos, compañeros de
trabajo y al medio en el que viven. ¿Y dónde están los defensores del niño que
representen los intereses de los miles de hijos de madres de las comarcas
rurales atrapadas por el OxyContin que nacen con el síndrome de abstinencia neonatal
y que desbordan la capacidad de los hospitales del campo y de los pueblos?
Soluciones
La cadena que forman el
enviciamiento con medicamentos y la muerte por sobredosis obliga a hacer algo
más que propaganda con las típicas fotos de los centros de tratamiento de los
pueblos. En efecto, hay que encarar decididamente el problema de los opioides
con receta y enjuiciar en consecuencia a los laboratorios criminales, y
perseguir, sobre todo, a los capitalistas que explotan al obrero vulnerable, le
niegan protección, condiciones de trabajo seguras y la atención médica debida.
Se impone una transformación fundamental de la relación del capital y el
trabajo en este país.
Los planes del capital, que
merman el salario y la seguridad del obrero, obligan a contar con un ejército
de reserva más numeroso, que forman los desocupados y los trabajadores mal
pagos. Habiendo tantos obreros autóctonos que sufren incapacidad por accidentes
y otros que están apartados del mundo del trabajo por culpa del enviciamiento,
se debe recurrir a la mano de obra zafral procedente del extranjero, cuyo país
de origen se encargó de que esa mano de obra creciera, estudiara y se preparara
para la vida, con el consiguiente gasto. En otras épocas eso se llamaba “éxodo
de cerebros”, pero ahora es el “éxodo de cerebros y de músculos hábiles”.
Gracias a los recursos que gastan otros países para criar e instruir a la mano
de obra que luego emigra, el capitalismo y los gobernantes de los Estados
Unidos pueden recortar drásticamente el gasto social que se destina a instruir
y cuidar la salud del trabajador autóctono.
No hay otra forma de
contrarrestar ese fenómeno en los Estados Unidos que instaurar una norma de
inmigración que sea racional, calibrando bien previamente el número,
composición y condiciones de la mano de obra nacional. Hay que poner límites al
poder que tiene el capital de contratar y despedir libremente al obrero
estadounidense y de arrasar en consecuencia pueblos y regiones enteras.
Los valedores de los grandes
laboratorios farmacéuticos y los organismos oficiales de inspección, que
lucraron o simplemente pasaron por alto el gigantesco problema del vicio de los
medicamentos y la muerte por sobredosis, deberán recibir el mismo trato que el
delincuente que mata y el que causa lesiones.
Los médicos, que deciden recetar
grandes dosis de medicamentos narcóticos muy potentes que llevan al
enviciamiento y a la sobredosis mortal, deberán ser reeducados y sometidos a
vigilancia, si no quieren perder la licencia y verse obligados a responder ante
la justicia. Desde los primeros momentos de la epidemia, conocían la naturaleza
de dichos medicamentos que provocan enviciamiento. No son pocos los propios
médicos y personal auxiliar que quedan “enganchados”. Los que explotan las
denominadas “fábricas de píldoras”, en las que se recetan y venden alegremente
toda clase de remedios, deberán ser castigados con severas penas, es decir,
largos años de reclusión. Los profesionales de la medicina podrían haber
decidido pelear para que el paciente accidentado tuviera la rehabilitación y
terapia física necesarias, pero por su avaricia y voracidad contribuyeron al
desastre actual. ¿En qué se distinguen, realmente, de los psicólogos de
renombre que contrata el gobierno de los Estados Unidos para inventar métodos
de tortura?
Sin embargo, hay otros que
intentaron dar la alarma. No se puede dejar de reconocer y recompensar a los
farmacéuticos, médicos, enfermeras y organismos de inspección que resistieron
la presión de recetar y estimular el consumo de los opioides con meros fines de
lucro y, en vez, procuraron intervenir para proteger al paciente vulnerable y
alertar del problema. Muchos de ellos sufrieron represalias en la vida
profesional por su conducta de “denunciante”. La medicina de los Estados Unidos
se rige por el lema “primero el lucro y después el paciente”, lo cual explica
que sea la única nación industrializada en la que ocurre el presente fenómeno
demográfico; eso debería servir de moraleja a aquellos países que piensen
instaurar los principios yanquis en el campo de la medicina y, en particular,
los métodos lucrativos que se aplican para tratar el “dolor” crónico, con las
consecuencias mortales ya conocidas. En un artículo de investigación aparecido
hace poco en Los Angeles Times y
que se titula OxyContin goes global – “We’re only just getting started” [xi] [“El OxyContin al
asalto del mercado internacional: ‘Esto es apenas el principio’”] (18 de
diciembre de 2016) se explica con detalle la multimillonaria campaña emprendida
por los laboratorios que fabrican opioides para radicarse en otros mercados y
se documenta el abrupto aumento de los fallecimientos por sobredosis.
El elemento imprescindible para
resolver esta crisis descomunal radica en que se instaure en todo el país un
régimen universal de salud pública y que el Estado se haga cargo de él. ¿De
dónde saldría el presupuesto necesario? De suprimir las exenciones tributarias
a los ricos y de repatriar y gravar los billones (1.000.000.000.000) de dólares
de beneficio que las sociedades yanquis guardan en los paraísos fiscales y,
también, de gravar las grandes herencias. Ésa sería una medida redistributiva
que iría en contra de la inmensa acumulación de riqueza y gracias a la cual
habría oportunidades en el campo de la enseñanza, la movilidad social y la promoción
en el puesto de trabajo. Sólo entonces se vería que disminuye el consumo
desenfrenado de opioides entre los obreros que descienden en la escala social,
el número de muertes por sobredosis y también el alza de la mortalidad.
Habría que gravar a las sociedades
que se trasladan al extranjero para combatir la fuga de capitales y también
imponer un gravamen del uno por ciento a las operaciones de carácter
especulativo, como las que se hacen en la Bolsa.
Una institución nacional de salud
pública que brindase atención completa rebajaría drásticamente los onerosos
gastos generales de administración. También se reducirían notablemente los
tratamientos y métodos innecesarios y poco éticos y demás formas de estafa que
son endémicas en las actuales instituciones médicas “con fines de lucro”. Los
recursos que se consiguiesen con dichos ahorros se destinarían a mejorar la
atención médica y los servicios correspondientes.
Con esas reformas de los
servicios sociales, la justicia y la tributación se conseguiría sustentar un
servicio universal de salud pública para todo el país que se apoyaría en la
estructura del actual Medicare [xii] ,
que ha dado tan buen resultado para la población mayor en los últimos decenios.
Además, así se podría fortalecer la mano de obra nacional, que contaría con un
obrero sano, bien remunerado, eficiente y que tuviese el puesto de trabajo
asegurado.
Los gobernantes y demás
dirigentes políticos de los Estados Unidos, actuales y del pasado, dilapidan
billones de dólares del presupuesto público en numerosas guerras contra el
terrorismo y operaciones de “cambio de régimen” y en sufragar las instituciones
carcelarias más descomunales de la historia de la humanidad, pero dejan de lado
la muerte prematura y la destrucción de sus propios ciudadanos, provocadas por
los métodos “legales” que aplican los laboratorios farmacéuticos y los
profesionales de la medicina. Las soluciones se dejan en manos de las
generaciones futuras, que deberán meditar lo que se hace, pero ahora los de
abajo reclaman con fuerza que se ponga fin a esta crisis. El obrero marginado y
los pobres del campo que votaron en masa por primera vez contra la “candidata
de las grandes farmacéuticas” Hillary Clinton y eligieron al oportunista
“multimillonario” Donald Trump se concentran en las mismas zonas que han sido
devastadas por la epidemia de los opioides (y el suicidio de obreros). Esas
capas marginadas que siempre fueron despreciadas por los políticos
tradicionales y a las que la candidata Clinton tachó de “miserables” [xiii] no
necesitarán grandes discursos para convencerlas de que apoyen la creación de un
servicio nacional de salud pública, que es el primer paso para encarar el
actual problema de la vida y la muerte que sufre el obrero de los Estados
Unidos.
Además, la evolución actual de la
industria, con el recurso a los adelantos técnicos, como los autómatas y la
inteligencia artificial, sirve a la ganancia del capitalista, pues se consigue
prescindir del obrero y explotar mejor a los quedan, amén de recortar el
oneroso gasto en atención médica y en pensiones. Esa nueva relación del capital
y el trabajo puede y se debe substituir por otra, en la que técnica esté al
servicio del obrero, ya que se lograría mejorar las condiciones de trabajo y
reducir la semana de trabajo de cuarenta a treinta horas con igual salario, que
era la reivindicación general del movimiento obrero en la década de 1950.
Pero esos cambios no vendrán de
la mano de los proyectos de investigación “neutrales” que llevan a cabo las
universidades gracias a los fondos que aporta la patronal ni tampoco de los
vacuos seminarios que dictan los “especialistas” de las famosas asociaciones privadas
(ONG).
La verdadera oposición a esta
“guerra de clase con receta médica” dependerá de la solidaridad y la lucha. El
obrero debe librarse de este flagelo. No tiene nada que perder, salvo el
peligroso y degradante vicio de los medicamentos, pero tiene en cambio un mundo
y un verdadero futuro que ganar. Parafraseando a Trump [xiv] ,
¡solamente los obreros pueden hacer que los Estados Unidos se vuelvan a
levantar!
Notas
del Traductor
[i] Según datos de los Centros de Erradicación y Prevención de
Enfermedades, se registraron más de medio millón de fallecimientos en el
período comprendido entre los años de 2000 y 2015:
[ii] Han aparecido últimamente numerosos artículos que dan cuenta
del problema en la prensa de los Estados Unidos:
“The Enemy is Us: The Opioid Crisis and the Failure of Politics”
“The American opioid epidemics”
“American Carnage: The New Landscape of Opioid Addiction ”
“Mortality and morbidity in the 21st century”
Why Connecticut's drug overdose crisis isn't slowing down
Why Did The Death Rate Rise Among Middle-aged White Americans?
How Government Enables the Opioid Epidemic and Tax-Payers Help Fund It
[iii] Ellen Meara y Jonathan Skinner (“Losing ground at
midlife in America”) comparan el fenómeno con el ocurrido tras la
disolución de la URSS, en cuya oportunidad la tasa de fallecimiento de varones
fue aún más elevada que la actual en los Estados Unidos.
[iv] Shawn Donnan: “White ‘deaths of despair’ surge in US”, Financial
Times, 24 de marzo de 2017 https://www.ft.com/content/34637e1a-0f41-11e7-b030-768954394623
[vi] Se cifra en cien millones el número de pacientes
que sufren de dolor crónico:
[viii] http://www.eldiario.es/theguardian/historia-opiaceos-Unidos-infantil-militar_0_495900433.html
[x] https://www.nytimes.com/2016/05/07/opinion/the-opioid-epidemic-we-failed-to-foresee.html?ref=opinion
[xiv] El autor parafrasea el lema que presidió la campaña de Donald
Trump: “Make America great again!”.
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