El economista mexicano Julio
Boltvinik reflexiona sobre las causas y soluciones de la pobreza rural
Dos agricultores cuidan de sus
campos en las afueras de Yamena (Chad). C. L.
Y sin embargo, al margen del Diccionario de
la Real Academia Española, la palabra tiene muchas más connotaciones. Según las
vivencias de cada uno, puede evocar reciedumbre, bucolismo o dignidad. Pero
siempre sugiere pobreza o, al menos, humildad. El campesinado, ese concepto que
algunos libros escolares de Historia en España abordan como una figura del
Medievo, sigue plenamente vigente. Los campesinos son casi la mitad de la
población mundial y producen al menos el 70% de la comida, según datos de la FAO. Y son pobres. Siete de cada 10 pobres "viven y
trabajan de forma habitual en el campo".
¿Por qué sigue habiendo semejante
número de campesinos en un mundo en el que la industrialización ha llegado tan
lejos? Y, sobre todo ¿por qué parecen destinados a la pobreza? Un libro
presentado este jueves en el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola analiza
las dos cuestiones simultáneamente, ofreciendo opiniones en ocasiones
contradictorias fruto del debate entre los distintos participantes. El
economista mexicano Julio Boltvinik, uno de los dos autores principales, ofrece
una clave de sus respuestas: a diferencia de la industria, la
agricultura —"entendida estrictamente como el cultivo de plantas, sin
incluir ganadería o cuidado de los bosques", insiste— es estacional.
Esto es, mientras que una fábrica
de, pongamos, calcetines, puede funcionar "365 días al año, 24 horas al
día, si quiere", la actividad agrícola tiene que ceñirse, en mayor o menor
medida, a los tiempos que marca la biología. Y el sistema capitalista, apunta
Boltvinik, solo paga las horas efectivamente trabajadas. Por tanto, los pequeños
productores que no se dediquen a otra cosa que al cultivo se ven con centenares
de horas muertas al año por
las que no cobrarán. "En una agroindustria capitalista, el coste salarial
es variable. En una familia que tiene una huerta, los costes —mantener a
todos sus miembros— son fijos", ilustra el experto en pobreza.
Entonces, ¿por qué no realizan
otros quehaceres en los meses fríos, o en los meses áridos, cuando la actividad
agrícola está en pausa? Antes, según Boltvinik, lo hacían. Muchos producían
ropas, muebles y otros productos manufactureros. "Pero el desarrollo
industrial empezó a producir bienes tan baratos con el desarrollo tecnológico
que acabó con esta posibilidad", observa. Ahora tienen que ser
"vagabundos errantes" en pos de otras fuentes de ingresos cuando su
propia actividad agrícola en su parcela no los ocupa ¿Y cabría que dentro del
sistema actual los agricultores que se han visto especializados a la fuerza
volvieran a diversificar sus actividades? "Yo creo que en el marco de una
cooperativa, sí", estima el economista. "En la cooperativa, a
diferencia de otro tipo de compañías, se puede parar la producción de otros
bienes durante la siembra o la cosecha. Y existe la solidaridad entre sus
miembros".
El condicionamiento según las
estaciones no es la única diferencia que Boltvinik considera esencial entre la
agricultura y otras actividades productivas. Y que otros autores del tema (y
del propio libro) desprecian como poco importantes. "Hay economistas a los
que, por su formación, les cuesta entender esto", reflexiona el mexicano.
Una trabaja con elementos vivos, otra con inertes; una está llena de
incertidumbres climáticas, la otra protegida de ellas; una se debe realizar en
un lugar concreto (donde están las plantas) la otra se puede trasladar libremente...
Todas estas especificidades se
transforman en desventajas de la agricultura familiar o campesina respecto a la
industria. La solución que propone Boltvinik es extender a otras regiones menos
desarrolladas los subsidios que han salvado, por ejemplo, el mundo rural
europeo. Pero, a diferencia del modelo comunitario, el estudioso habla de
subvencionar únicamente la producción agrícola campesina, y no cualquier tipo
de explotación agraria. "Se deben manejar para acercar la competitividad
de campesinos respecto a los productores capitalistas agrícolas".
"Ahora mismo los campesinos
del mundo nos subsidian a todos", afirma. "Producen alimentos baratos
y eso permite al capitalismo no agrícola, al urbano (industrias, servicios…)
tener mano de obra muy barata". La teoría es que, como los alimentos
cuestan poco, ya sea en el campo o en la ciudad, los sueldos pueden ser
bajos.
Esa inyección de dinero público
otorgaría unos ingresos adicionales a quienes se dedican a la producción de
alimentos a pequeña escala que les permitiría aliviar su situación. O al menos,
esa es la tesis que defiende Boltvinik en el estudio. Pero también entrañaría
tres riesgos un tanto contradictorios entre sí.
Uno, que subirían los precios al
consumidor de los alimentos y, por tanto, los pobres urbanos, esos campesinos sin tierra, podrían
sufrir las consecuencias. Y quizá obligar a un nuevo paquete de subvenciones
para comprar comida en las ciudades.
Dos, que los intermediarios y
mayoristas, al ver a los campesinos en mejor situación, podrían "apretar
las tuercas" aún más a la hora de negociar precios. "Los explotadores
en general saben que no pueden matar al explotado porque matan la gallina de
los huevos de oro. Pero si mejora el nivel de ingresos del explotado, pueden
ajustar más y él seguirá al mismo nivel que estaba antes", argumenta el
también exdiputado mexicano (2003-2006) por el PRD, que en aquel año presentó
a López Obrador como candidato presidencial. Es decir,
los mayoristas podrían salir beneficiados con los subsidios.
Y tres, favorecer una
transformación del campo en la que primen la pequeña producción y las
cooperativas, ¿garantizaría una producción de alimentos suficiente para todos?
"Ese es uno de los grandes temas que hay que abordar", admite el
estudioso. De hecho, en un capítulo del libro, Henry Bernstein sostiene que no
sería posible. Boltvinik, en cambio, cree que se puede lograr, y además resalta
que los pequeños agricultores son más eficientes y más sostenibles que las
grandes explotaciones. "Saben que la tierra es su mayor activo, y por eso
en la medida de sus posibilidades la cuidan, procuran no contaminar...",
observa Boltvinik.
Por eso, coincide con otros
autores del estudio al señalar que las subvenciones deben venir acompañadas de
un renacimiento de lo que se ha llamado el Estado de bienestar agrícola. En
plena Guerra Fría, el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética
llevó a los primeros a fomentar unas políticas de asistencia al campo en todo
el mundo, especialmente en los países más pobres y dependientes de la
agricultura. Formación, fertilizantes, semillas... Numerosos Estados, con ayuda
exterior o sin ella, prestaban estos servicios gratuitamente o a bajísimo coste
a los campesinos. Hasta que, en torno a los ochenta, la expansión de las
teorías del libre mercado se las llevó por delante, cuando las instituciones
financieras internacionales empezaron a presionar a los países menos
desarrollados para que cesaran en estas políticas.
"Ocurre como con las
prestaciones de ayuda a los pobres. Se les subsidia, pero además se prestan los
servicios del Estado como salud, educación, carreteras...", compara
Boltvinik. "Aquí, además de los subsidios, el poder público debería proveer
servicios que son básicos para la producción de alimentos". El ánimo de
estudios como este, según el experto, es discutir las posibilidades teóricas.
Por eso advierte: "Si no entendemos por qué son pobres los campesinos, los
intentos por sacarlos de la pobreza pueden ser incluso contraproducentes
". Si habrá voluntad política para siquiera discutir una transformación
semejante, es otra cuestión.
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