miércoles, 1 de noviembre de 2017

Desigualdades insostenibles: ¿hora de actualizar el Estado social?


Se requiere todavía mucha imaginación, energía y determinación por parte de todos los actores para alcanzar un futuro que sea tanto justo como sostenible

LUCAS CHANCEL

Mercado ambulante en La India.

SIMON / PIXABAY
1 DE NOVIEMBRE DE 2017

En un contexto de aumento de las desigualdades y de desempleo endémico, las políticas medioambientales son a menudo percibidas como desafíos subsidiarios, cuando no tildadas de medidas anti-pobres. ¿Acaso no ha declarado recientemente Donald Trump su retirada del acuerdo de París sobre el cambio climático argumentando que este resulta desfavorable para los trabajadores norteamericanos?


Sin embargo, existe un vínculo estrecho entre injusticias medioambientales y sociales. En Insoutenables inégalités [Desigualdades insostenibles] (Ed. Les Petits Matins) sostengo, basándome en trabajos empíricos llevados a cabo en el Iddri y en otras entidades, que este vínculo se asemeja a un círculo vicioso. Aquellas personas con menos recursos poseen en efecto un acceso más reducido a recursos medioambientales como agua, energía o alimentación de calidad. A modo de ejemplo, un indio de ingresos muy bajos se conforma con 4kWh para el conjunto de sus necesidades, mientras que sus compatriotas acomodados consumen diez veces más energía. En Francia, el 10% menos acomodados consumen 73kWh por persona frente a los 262 kWh de los más ricos.

Frente a los riesgos medioambientales, no todo el mundo se encuentra igualmente preparado. Esta constatación sirve para el impacto de la polución sobre la salud: en Francia, se contabilizan 50.000 muertes prematuras causadas cada año por la polución atmosférica. Las clases populares urbanas pagan un costo enorme, pues pasan más tiempo en los transportes que la media y sus viviendas se encuentran a menudo mal ventiladas.

De igual manera ocurre con las catástrofes naturales, inundaciones, sequías o tormentas: aquellas personas con menos recursos se encuentran más expuestas y son más vulnerables. En Inglaterra, del 10% de los menos acomodados un 16% viven en zonas con riesgo de inundación frente a un 1% de los 10% más acomodados. Ocurre lo mismo a nivel mundial, más de 2,5 mil millones de personas viven a menos de 100 kilómetros del litoral: entre ellas, más de tres cuartos viven en un país en desarrollo.

Si son aquellas personas más humildes las que se encuentran desproporcionadamente afectadas por las consecuencias del cambio climático y otros desajustes medioambientales, son sin embargo estas quienes menos lo han favorecido. A escala mundial, el 10% más acomodado (principalmente americanos y europeos, pero también ricos chinos, saudíes o latinoamericanos) produce un 45% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero mientras que el 50% más humilde, solamente produce un 13% tal y como hemos demostrado junto al economista Thomas Piketty. 

¿Cómo romper con el círculo vicioso de las desigualdades socio-medioambientales? Conciliar justicia social y conservación del planeta se encuentra a nuestro alcance, pero esto requiere franquear una nueva etapa de la construcción del Estado social, que deberá ser repensado con el fin de articular una asunción de riesgos medioambientales por parte de los instrumentos tradicionales de protección social.

En primer lugar, se requieren nuevos instrumentos de medición y que permitan cartografiar las desigualdades – mientras que el Producto Interior Bruto, que se sigue utilizando como indicador de progreso no toma en consideración ni la cuestión de las desigualdades ni de la degradación del medio ambiente. En este sentido, la puesta en marcha de los Objetivos de Desarrollo Sostenible por parte de las Naciones Unidas en 2015 merece ser aplaudida. Todos los países, ricos y pobres, han decidido dotarse de una batería de indicadores tomando en consideración la reducción de desigualdades y la protección del medio ambiente. 

La adopción de métricas comunes para medir el progreso en diferentes dimensiones queda aún lejos de ser suficiente, pero se trata de un avance real y a partir de ahora queda en manos de la sociedad civil el instar a sus gobiernos a confrontar sus responsabilidades.

Conviene a continuación armonizar las políticas sociales clásicas y las políticas de protección del medio ambiente. La fiscalidad ecológica – entre la que se encuentra el impuesto al carbono o la supresión de subvenciones a las energías fósiles- puede ser una potente herramienta en esta dirección. En un país en desarrollo especialmente, las ayudas del Estado respecto de la energía fósil benefician ampliamente a los más acomodados que presentan un modo de vida más contaminante que el resto. Suprimir estas ayudas hoy en día supone una medida al mismo tiempo social y medioambiental. En efecto, dentro de algunos años, cuando las clases medias del mundo en desarrollo posean vehículos individuales, poner en marcha tales medidas supondrá un rompecabezas en el plano social. Existe pues una ventana de oportunidad histórica que puede dejarse escapar –los indonesios o los iraníes que han llevado a cabo este tipo de reformas recientemente lo han ratificado.

Por último, el Estado social deberá mirar tanto hacia arriba como hacia abajo. Las políticas sociales desarrolladas a escala nacional se encuentran pronto desamparadas frente al aumento de las desigualdades sociales y medioambientales. Los Estados-nación deben avanzar agrupados, a nivel regional o mundial. Al mismo tiempo, el Estado-social debe hoy mirar hacia su territorio con el fin de aliarse con toda la energía de los movimientos militantes locales que rezuman iniciativas y formas de solidaridad. Las asociaciones desconfían, a menudo con fundamento, de grandes cimas y conferencias sociales y medioambientales. Conviene rechazar la falsa oposición entre global y local.

En realidad, la necesaria metamorfosis del Estado social esbozada aquí se encuentra ya en marcha. La paradoja es que esta transformación se encuentra cerca y a la vez lejos. Ejemplos positivos existen en todos los países ya sean industrializados o en desarrollo, pero se requiere todavía mucha imaginación, energía y determinación por parte de todos los actores, ciudadanos, investigadores, actores de esfera privada o electos, para alcanzar un futuro que sea tanto justo como sostenible.
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Lucas Chancel es codirector del laboratorio sobre las desigualdades mundiales. Investigador senior en el Iddri.
Traducción de Andrea Sancho Torrico.
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AUTOR
Lucas Chancel


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