sábado, 7 de octubre de 2017

Una esperanzadora grieta en el silencio climático

ANDREU ESCRIVÀ

CARLOS BRAYDA

4 DE OCTUBRE DE 2017

¿Por qué cuesta tanto hablar de cambio climático? Piénsalo: ¿cuántas veces has tratado el tema la última semana? En caso de que haya salido, ¿ha sobrevivido la conversación más allá de algún comentario poco optimista y una o dos anécdotas jocosas? Probablemente no. Pero no te preocupes; lo que te pasa a ti y a tu entorno tiene nombre, y es “silencio climático”. Y aunque es uno de los mayores impedimentos para ponernos manos a la obra, la buena noticia es que estamos empezando a entender cómo romperlo de una vez por todas. 


Del calentamiento global llevamos hablando décadas, en realidad. Sólo que, lamentablemente, no es una conversación: es un monólogo y, por lo tanto, carece de sentido y utilidad. Primero fueron las organizaciones ecologistas, después los gobiernos, universidades y organismos internacionales, y ahora hasta las empresas y bancos. Sin embargo, el flujo informativo sigue siendo unidireccional, y el torrente de datos y advertencias se pierde, irremisiblemente, en el océano de preocupaciones diversas en el que se ve obligada a nadar la ciudadanía. El cambio climático es una realidad en los termómetros, pero no en nuestro día a día. Vivimos, decidimos y planificamos de forma ajena al fenómeno que, con toda probabilidad, nos cambiará la vida durante los próximos años. ¿Por qué? 

En primer lugar, identificamos el cambio climático como un asunto puramente ambiental, y quienes lo hemos contado desde hace años tenemos gran parte de culpa en esto. Hemos enmarcado la problemática como algo exclusivamente verde, y hemos construido un relato lleno de bosques amazónicos, osos polares y desiertos que avanzan sin descanso, pero sin personas. Y eso es un tremendo error, porque el cambio climático va, fundamentalmente, de personas. De nosotros, de ti y de mí, y no de planetas que se derriten sin remedio. Además, hemos apuntalado esta narrativa con imágenes catastróficas, saturando nuestra capacidad para intranquilizarnos y desbordando lo que algunos psicólogos han bautizado como la “piscina de las finitas preocupaciones”. Hay un punto en el que sencillamente desconectamos, y no nos podemos culpar, porque somos incapaces de absorber otro cargamento de imágenes de osos famélicos y futuros apocalípticos, más aún si estamos inmersos en una crisis económica que nos ha modificado las prioridades y los desvelos. 

DOS GRADOS DE AUMENTO EQUIVALEN A PAISAJES QUE DESAPARECERÁN, JUEGOS O DEPORTES QUE NO PODREMOS PRACTICAR O RECETARIOS QUE HABRÁ QUE MODIFICAR

Pero no sólo es que nos refiramos al cambio climático con un imaginario que produce desapego e indiferencia; es que los datos no son suficientes. Esto es algo que ha costado de entender, especialmente por parte de los científicos. Estos, a su vez, deben asumir que la divulgación no es un prescindible onanismo privado, sino un deber para con la ciudadanía. He perdido la cuenta de los congresos y charlas en las que el ponente interpela con un cierto tono de incredulidad al público: “¿Es que no está suficientemente claro que vamos al desastre si no hacemos nada?”. Sin embargo, lo que tiene delante el público son gráficas y datos ininteligibles, embutidos de cualquier forma en diapositivas tremendamente difíciles de interpretar. Debemos aprender a traducir el aumento de la temperatura de esos famosos 2 ºC (el límite deseable que marca el Acuerdo de París, y ya llevamos casi uno) a historias que podamos contar. Dos grados de aumento equivalen a paisajes que desaparecerán, juegos o deportes que no podremos practicar o recetarios que habrá que modificar. Por poner un ejemplo rápido: lo tendrás complicado para tumbarte en la playa (con el aumento esperado de uno a dos metros del nivel del mar desaparecerán la gran mayoría en España) después de un paseo en bici (cuidado con las crecientes y mortíferas olas de calor), para luego ir a comer una paella de marisco (las gambas y los mejillones, entre muchas otras especies marinas, se están viendo ya gravemente afectadas por las aguas más cálidas y ácidas). Es su traslación e impacto en nuestro día a día lo que nos estamos dejando por explicar, lo que debe conseguir la conexión emocional. Un vínculo que debemos fortalecer con el uso de imágenes distintas sobre el cambio climático, como propone el estimulante y novedoso proyecto Climate Visuals, y que debemos extender también al arte. Si el cambio climático es en efecto una historia de personas, ¿por qué hay tan poca producción artística al respecto? ¿Dónde están los cuadros, las esculturas, las canciones, las novelas, las poesías, las representaciones teatrales, las películas sobre cambio climático? Hay algunos movimientos incipientes, pero aún insuficientes. El arte es quizás la herramienta de comunicación más importante que hemos inventado los humanos, y llega allá donde ningún informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) puede llegar. ¡Usémosla! 

Otra de las claves es que identificamos el cambio climático como un evento futuro, y no como un proceso que está teniendo lugar en el presente. Y nuestro cerebro, que evolucionó en unas condiciones muy distintas a las actuales, es francamente mejorable cuando trata de evaluar riesgos futuros inciertos, más aún si para minimizarlos le exigimos sacrificios concretos a corto plazo. Pero pongamos algo de perspectiva. En 2017 se cumplen 30 años de la publicación del conocido como “Informe Brundtland” (sobrenombre que le vino dado por la comisionada de la ONU que lo coordinó y presentó, la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland), y cuyo título original es “Nuestro Futuro Común”. Allí se sentaron las bases de lo que se conoce como desarrollo sostenible -¡cuán desprestigiada está hoy la palabra “sostenibilidad”!- y se empezó a hablar de “las generaciones futuras”. Si estás leyendo esto y tienes menos de 30 años, lo has adivinado: sí, tu eres una de esas generaciones por venir que se mencionaban en el texto. Y, sin embargo, has crecido toda tu vida escuchando una y otra vez el mismo mensaje por parte de los responsables públicos: “Debemos dejar un planeta mejor para los que vendrán después de nosotros”. Pues resulta que ya están aquí. Esas generaciones nunca acaban de materializarse, y vamos desplazando el problema y nuestras responsabilidades una y otra vez hacia algún punto indeterminado del futuro, como si apagásemos el despertador cada cinco minutos. Ya vendrá otro a arreglarlo, ¿verdad? 

Y es aquí donde vemos otra oportunidad de ensanchar la grieta en el silencio climático, utilizando las ventanas al futuro que nos proporcionan los fenómenos climáticos extremos como los recientes huracanes en América, las anomalías de temperatura en Siberia o la sequía en España. ¿Han sido Harvey o Irma consecuencia del cambio climático? En parte, sí. Tal y como se está poniendo de manifiesto desde hace años, algunos eventos meteorológicos han sido potenciados por el calentamiento global, algo que la inmensa mayoría de climatólogos están convencidos que ha sucedido en el caso de los dos huracanes. En muchos medios de comunicación, de hecho, se han podido leer titulares como “Harvey es a lo que se asemeja el cambio climático”, y es posible que este verano haya marcado un punto de inflexión mediático. Hemos podido ver, por un agujero, cómo es un futuro marcado por un clima cambiante y desconocido: con más sufrimiento, más dolor, más desigualdad y paisajes y ciudades arrasadas. No hay que abusar de las imágenes catastróficas, pero debemos conocer a qué nos   enfrentamos. Y a ello se le ha sumado el negacionismo militante de Donald Trump, gracias al cual nos hemos visto obligados a hablar del tema, que ha entrado de lleno en la agenda política y mediática. Se nos presenta un momento con la suficiente inercia para aprovecharla, y es nuestro deber hacerlo. 

Pero cuidado: hace años vivimos un momento similar, y lo dejamos pasar. Era 2007, el IPCC presentaba su cuarto informe (ya no había lugar a dudas: el calentamiento era real, y muy peligroso), surgían movimientos de la sociedad civil por doquier y Al Gore estaba de gira con su verdad incómoda. Los periódicos bullían con una actualidad climática que también se reflejaba en las búsquedas de Google. Parecía que era el cambio de tendencia que necesitábamos, un trampolín gracias al cual la acción por el clima sería imparable. Pero no. Tan sólo un par de años después, con el fracaso de la cumbre de Copenhague y el estallido de la crisis financiera, el mundo caía en la apatía climática y, lo que es aún peor, en la amnesia ambiental. Hemos ido normalizando extremos climáticos y récords de temperatura de forma inquietante (encadenamos ya 392 meses seguidos con temperaturas por encima de la media histórica en el planeta). Mientras lo hacíamos, subíamos inconscientemente el listón de lo que nos impacta, de lo que nos imbuye a cuestionarnos la realidad. Hemos relajado el umbral de alerta y ahora, medio adormecidos, hemos vuelto a escuchar la sirena. Y esta vez sí que no se nos puede pasar, porque es nuestra última oportunidad. No habrá más: si en diez años no hemos hecho nada, es muy posible –casi seguro- que hayamos cruzado umbrales que no podamos revertir. Y, para evitarlo, lo más importante es empezar a hablar de nuevo. Es adoptar un enfoque en el que cambiemos la narrativa y donde construyamos liderazgos colectivos. Hay distintos experimentos que demuestran que, si no vemos salir a nadie de una oficina en la que suena una estridente alarma antiincendios, no sale nadie. Somos animales sociales que respondemos a estímulos sociales, y la chispa que los enciende son las palabras y los actos. Debemos hablar de cambio climático en la el mercado, en el bar, en la taquilla del cine y en la tienda de bicis. En el trabajo, en Navidad con la familia y un sábado por la noche con los amigos. Y siempre, siempre, teniendo en cuenta tres puntos clave.

MÁS DEL 97% DE LOS CIENTÍFICOS QUE ESTUDIAN EL CLIMA COINCIDEN EN QUE ESTÁ CAMBIANDO POR CULPA DE LA ACCIÓN HUMANA, Y QUE LOS IMPACTOS, SI NO HACEMOS NADA, SERÁN TERRIBLES

El primero es que no, no hay controversia científica. Más del 97% de los científicos que estudian el clima coinciden en que está cambiando por culpa de la acción humana, y que los impactos, si no hacemos nada, serán terribles. Y no, el 3% restante no tiene razón ni son unos pobres incomprendidos, porque cuando se intentan reproducir los estudios que niegan el cambio climático es cuando se ve que están llenos de errores. Así que por más que en un debate televisado o radiado haya un experto en cada bando no, la comunidad científica no está dividida en absoluto. Y ese conocimiento, el del abrumador consenso científico, se ha comprobado que cataliza la acción y la concienciación pública.

El segundo es que el cambio climático no tiene relación alguna con el agujero de la capa de ozono (el cual, afortunadamente, se está cerrando), aunque más de tres cuartos de los españoles compartan esta falsa creencia. Así que las soluciones nada tienen que ver con dejar de usar laca o comprar electrodomésticos sin CFC. ¿No te produce esto un poco de curiosidad y ganas de leer sobre el tema?
Y el tercero, y el más importante, es que la mayor incertidumbre sobre el calentamiento global no es la que contienen de forma inherente los modelos climáticos, que no son perfectos, o las estimaciones relativas al deshielo de los casquetes polares y la subida del nivel del mar. La verdadera incógnita es cómo nos vamos a comportar los humanos, qué volumen de gases de efecto invernadero escogeremos finalmente verter a la atmósfera. Que el siglo XXI siga un curso u otro depende (aún) enteramente de nosotros, porque la solución al cambio climático consiste en activar los resortes sociales necesarios. Aún estamos a tiempo para hacerlo, pero debemos entender que hay que construir soluciones desde los valores compartidos, desde abajo hacia arriba. Debemos encontrar temas que nos desvelan y nos preocupan, nos emocionan y nos hacen querer vivir donde vivimos, y hemos de ser capaces de relacionarlos y enmarcarlos dentro del cambio climático. Dejar de lado las gráficas, los números, los grandes discursos, y centrarnos en una cotidianidad que ya está empezando a cambiar. 

Mucha gente me pregunta qué puede hacer frente al cambio climático, cuál es el papel de cada uno a la hora de luchar contra algo tan descomunal. Es normal sentirse insignificante, y también experimentar una desagradable angustia climática, pero se puede combatir. Debemos y podemos escoger una parcela de acción –no somos superhéroes, y no podemos abarcarlo todo– y, cuando lo hagamos, no quedárnosla para nosotros. Abandonemos de una vez por todas la compartimentación, tan del gusto neoliberal, de los deberes ambientales del buen ciudadano verde. Esto no va de sentirnos culpables, sino de reconocernos responsables. No va de sacrificios inasumibles, sino de cambios para derrotar a los malos augurios. Si el cambio climático se acelera, ¡acelerémonos también nosotros! Cada uno debemos hacer todo lo que podamos, pero más importante aún es que la respuesta sea colectiva y no fragmentaria. Que salgamos todos juntos de la oficina en llamas, y no que cada uno se proteja su cubículo con toallas húmedas que no pararán el fuego. Que pensemos e imaginemos un futuro en el no nos salve de la catástrofe alguna tecnología desconocida o una idea genial de ciencia ficción. Un futuro en el que nos salvemos nosotros mismos desde ya, en el que seamos ciudadanos más allá de consumidores, activistas más allá de vecinos preocupados, actores y no espectadores. La herramienta más potente y hermosa que tenemos para hacerlo es la palabra y ahora, en un momento convulso en el que se ha abierto una grieta en el silencio climático, es el momento preciso de usarla y ensanchar la brecha, para que entre por fin la luz y la esperanza. No es tarde.
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Andreu Escrivà. Ambientólogo y Doctor en Biodiversidad. Autor de Encara No És Tard (Bromera, 2017), Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General, y de próxima traducción al castellano (“No Es Tarde”, PUV 2017).
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Andreu Escrivà


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