Las mujeres reivindican
en Cali sus orígenes negros y la belleza de sus tradiciones ancestrales
Ampliar foto Bailes
en el XXI Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez en Cali, el pasado
17 de agosto. ERNESTO GUZMÁN JR EFE
Mujeres y negras.
Llegaron a América hacinadas en barcos para ser vendidas en las plantaciones,
una esclavitud que el racismo prolongó muchos años después de que la posesión
de hombres y mujeres quedara prohibida. La discriminación de los negros no ha
tenido nunca un punto y final y ciertos brotes supremacistas sugieren a veces
una involución. Inés
Granja, afrocolombiana, se queja con una frase que bien podría haberse
escuchado en la película Lo que el
viento se llevó: “Yo estoy orgullosa de mi color. Además, quién sabe de qué
color es la piel de Dios”.
Siglos después, los
negros que viven en Colombia no quieren olvidar su herencia africana y en los
departamentos más pobres del país, los que baña el Pacífico, también azotados
por la guerrilla y el narcotráfico, organizan un festival, el Petronio Álvarez, eminentemente
femenino, donde las faldas de colores se mueven a ritmo embrujado, se trenzan
los cabellos, se cocina, se bebe, se canta. Este fin de semana se ha cerrado en
Cali la XXI edición de sus noches más africanas. El Petronio Álvarez es un
concurso musical y una cita cultural de mujeres. Ellas son la que muestran la
cocina que aprendieron de sus abuelas. Ellas enseñan a trenzar geografías
imposibles en las cabezas de las muchachas. Así lo hicieron las esclavas que
llegaron a estas costas en tiempos coloniales, y lo usaban para ayudar a sus
compañeros a escapar, de las casas del amo, de las minas: “Dibujaban en su pelo
dónde estaban las tropas, los ríos que había que cruzar, o el palenque más
próximo”, dice una de las peluqueras.
En el festival, las
mujeres también anudan con mucho arte primorosos turbantes, cantan, bailan y
bambolean la guasá (la maraca). Pero cada vez que miran hacia arriba se
encuentran con un cartel en masculino. “La mujer en la sociedad del Pacífico es
lo máximo, mami”, dice la cantadora Inés Granja, una de las cuatro homenajeadas
este año en Cali, cuyo festival se ha consagrado al canto femenino. “Esto es un
matriarcado de emprendedoras. No tengo más palabras para describirlo”.
Granja
aprendió a cantar escuchando los arrullos, los ritos que se hacían al niño Dios
en Timbiquí, la ciudad del departamento del Cauca en la que nació en los
cincuenta (no quiere decir su edad). Desde hace siete años vive en Bogotá, la
ciudad en la que aún consigue dar algún concierto. “Le ponía mucha atención a
las cantadoras, miraba el baile, cómo se tocaba el bombo”, relata. Con la
tradición afinó la voz y con la edad llegó la escuela. Su primera maestra,
cuenta, se quedó pasmada. “Usted no me va a decir que no ha estudiado técnica
vocal’, me preguntó. Yo le contesté: ¿y eso qué es?”, recuerda. Para entonces
ya había compuesto algunas de las canciones más conocidas de esta región.
Oyéndolas viene a la
cabeza de inmediato uno de los libros que este año ha recibido en Estados
Unidos el PEN al mejor debut de ficción: Volver a casa (Salamandra) de la afroamericana Yaa Gyasi, de
26 años. Sus padres se mudaron a Estados Unidos desde Ghana cuando tenía ella
tenía dos años. Pronto quiso buscar sus orígenes y se trasladó siglos atrás.
Inés Granja, la
cantadora, tampoco quiere perder esa herencia africana. Desde el 13 de agosto
hasta el domingo se han escuchado cada noche en el Petronio Los camarones y La memoria de Justino, ambas
compuestas por ella. Sus letras describen cómo sube y baja la marea, la
recompensa de los pescadores y el canto de los cangrejos. Lo que veía desde la
ventana o la entrada de su casa de madera sobre los manglares. Son las
trovadoras de esta región.
Las más de 40
agrupaciones que compiten en el festival por llevarse el premio a la mejor
banda. En el repertorio casi siempre hay canciones de Inés Granja. “Lo que yo
quiero es que la gente las cante y las baile. La plata no es todo en la vida,
aunque necesaria es”, asegura. “Si uno se muere y no da lo que tiene, se pierde
la tradición”.
Un grupo de jóvenes
afrocolombianos reivindicando el pelo natural de su cultura. CAMILO ROZO
A lo que se refiere la
artista es al recuerdo de la herencia africana que sobrevive
al olvido oficial, cuando no se trata de discriminación racial. “Nos tienen
mucha rabia a los afro”, opina. Minutos antes, un taxista describía el festival
con una sentencia paternalista: “Es la fiesta de los negritos”. “Es la rumba de
los morochos”, suelta otro conductor.
Contra la exclusión de
la que se queja Inés Granja lucha también Yuranis, una estudiante de ingeniería
ambiental. Ella lo hace trenzando el pelo y cubriéndolo con turbantes de
colores. “Rescatamos nuestra etnicidad”, explica. Las primeras mujeres
africanas que llegaron como esclavas a Colombia se hacían trenzas para marcar
las vías de escape a sus compañeros. Ahora, “en pleno proceso de
descolonización personal”, dice, recuperan aquel pelo natural para reivindicar
su belleza.
</IL>En el
Petronio, varios grupos de mujeres conciencian en puestos de peluquería en los
que no solo las negras de cualquier edad aprenden su historia. “Le acabamos de
poner un turbante a una niña de tres años”. Mujeres de todas las razas salen de
allí con trenzas y con una lección de Amafrocol. Hace 30 años que esta
organización se dedica a peinar y educar. Está liderada por Emilia Neira
Valencia, una matrona que con la colaboración de Yuranis y otras compañeras que
se han ido uniendo, ayudan a que las madres sean ejemplo capilar para sus
hijas. “Mi abuela nunca se alisó”, cuenta. “Mi mamá y yo sí. Hace cinco años
que ya no lo hago”.
Yuranis, como muchas
niñas colombianas del Pacífico, celebró su 15 cumpleaños con un pelo que no era
el suyo. Poco a poco han perdido esta costumbre que les inculcaron con el único
objetivo, cuentan, de parecerse más “a las otras”. “Algunos piensan que esto es
solo una moda”, opina Yuranis, “yo creo que es una tendencia que no va a
terminar”.
Arroz
de longaniza
El otro campo de
batalla de estas mujeres es la cocina. Pocos hombres pisan este territorio.
“Con 15 años mi mamá me obligó a preparar un sancocho de pescado para mis tres
hermanos y los tres niños que ella criaba”, explica Teresa de Jesús Colorado,
de 54 años, seleccionada para vender sus platos en la zona de gastronomía del
Petronio. Este es el segundo año que se presenta. Ha vuelto a conseguir el
sexto puesto con su arroz con longaniza, la versión con piangua (un caracol de
esta zona), el ceviche de camarones y los jugos de yuca.
Para llegar a tener un
puesto en el festival ha tenido que pedir el dinero prestado. “La estufa y la
nevera la pone la organización, todo lo demás lo pagamos nosotros”. Cuando
termine el Petronio, Teresa de Jesús Colorado hará las cuentas. Una parte para
sus ayudantes. Otra parte para el prestamista. “Y el resto para la cuota del
semestre de la universidad de mi hijo”, dice.
Las hierbas que Teresa de
Jesús usa en sus platos, son las que otras mujeres mezclan en bebidas que
sirven tanto para curar como para embriagar las noches de festival. El viche
natural, el viche curado, la crema de viche. Pero el premio se lo llevan el
arrechón y el tumbacatres. Las botellas circulan de mano en mano al mismo ritmo
que la marimba va dirigiendo el baile.La noche también es africana.
Miles de personas
acudieron a la llamada de la marimba en el escenario principal del
Petronio. CAMILO ROZO
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