Marcelo Odebrecht confesó que
“con seguridad” también había contribuido a la campaña de Keiko Fujimori
En algún momento de la
ultramaratónica sesión judicial que terminó con la sentencia de prisión
preventiva por 18 meses contra el expresidente Ollanta Humala y su esposa,
Nadine Heredia, me llamó por teléfono una corresponsal basada en Buenos Aires,
que habla excelente español. “Llevo escuchando más de cuatro horas por Internet
la lectura de sentencia del juez Concepción Carhuancho, ¡pero no le entiendo
nada!”. De eso se trata, le contesté. Aquí en el Perú, y en buena parte de
Latinoamérica, cuando quieres hacer pasar cualquier sentencia por razonable y
legal la ahogas en un mar de palabras huecas. Con que suenen jurídicas es
suficiente, su coherencia o articulación son lo de menos. Cada cinco minutos
puedes derogar 100 veces a Aristóteles. Acumula las horas y saca al final la
sentencia que fuiste preparando para emitir.
El tiempo que utilizaron para
hablar el fiscal Germán Juárez Atoche y el juez Richard Concepción Carhuancho
no hubiera bastado para terminar Guerra y paz, pero hubiera dado para un buen
comienzo. Aunque estuvo claro que todo el ejercicio de ayer y de anteayer
(porque el asunto tomó dos jornadas con sobretiempos) fue un ataque enconado
contra la palabra precisa del pobre Flaubert, y la claridad de concepto, el
significado responsable, la consecuencia del pensamiento bien articulado. Ver
ese largo ejercicio sofista, que culminó con la marcha de Humala y Heredia
hacia la cárcel, me hizo temer en lo que le puede suceder a un país cuando la
administración de justicia no tiene la calidad indispensable para procesar
casos complejos de corrupción. Meter a expresidentes a la cárcel (y por
corrupción) resuena fuerte y exporta mejor. En el Perú hay ahora dos en prisión
y uno refugiado en Estados Unidos (aunque Fujimori quizá no permanezca mucho
tiempo más en la cárcel), y no va a faltar el típico mentecato nacional que diga
que el Perú ha logrado un récord internacional y que ya superamos incluso a
Brasil en la lucha anticorrupción.
¿Fue justa la sentencia de
prisión preventiva contra Ollanta Humala y Nadine Heredia? En mi concepto, no.
En el de la inmensa mayoría de juristas con conocimiento del tema, tampoco.
¿Los presumo inocentes de una probable corrupción con relación al caso
Odebrecht en el Perú? No. Llevo muchos meses investigando el caso en este país
y otras naciones en Latinoamérica y creo que en un tiempo relativamente próximo
ellos tendrán que responder a evidencias incriminatorias. Pero creo lo mismo
con respecto a todos los otros expresidentes (y el dictador) que el Perú ha
tenido desde 1985, con la excepción del difunto Valentín Paniagua.
Pero si han de ir a la cárcel,
ello debe ser después de que la evidencia haya cuajado en un caso fuerte en un
juicio en el que las pruebas que prevalezcan lleven a la condena. La prisión
preventiva puede justificarse en casos claros de peligro procesal por la acción
del acusado (que se fugue, que compre, intimide o elimine testigos, que altere
o destruya pruebas). Aunque eso se adujo en la interminable sesión judicial,
fue con contorsiones interpretativas que no tuvieron nada que ver con la
realidad.
Uno de los principales cargos de
la acusación fue la declaración de Marcelo Odebrecht, en Curitiba, de haber
ordenado en 2011 a su superintendente en Lima, Jorge Barata, que entregara tres
millones de dólares a Humala para su campaña presidencial. Odebrecht lo dijo,
en efecto; pero también dijo y reiteró que, ante la renuencia de Barata de
apoyar a un candidato anti-sistema y su clara preferencia por la entonces
favorita, finalmente derrotada, Keiko Fujimori, instó a Barata a “darle más a
Keiko”. Añadió que “con seguridad” se había contribuido a la campaña de
Fujimori y “probablemente” también a la del partido aprista, de Alan García.
Sin embargo, los fiscales que
fueron a Curitiba mantuvieron en secreto esa parte de la información. Cuando yo
publiqué algo de ella, basado solo en entrevistas, sacaron un comunicado
refiriéndose a “versiones periodísticas que faltan a la verdad”. Cuando saqué
luego el facsímil de una nota que fuera capturada al propio Odebrecht, en la
que escribía: “Aumentar Keiko para 500 e eu fazer visita”, la Fiscalía sacó
otro comunicado en el que sostuvo que esa nota “no obra” en su expediente del
caso. Y, como se sabe, lo que no está en el expediente no existe.
Cuando, hace dos días, conseguí y
publiqué toda la transcripción oficial de la declaración de Odebrecht en
Curitiba, con las varias referencias al apoyo a Keiko Fujimori, la respuesta
fue un silencio total. Mientras tanto, Juárez Atoche sostenía ante el juez, y
este aprobaba, que la presunta financiación de Odebrecht a su campaña en 2011
era razón suficiente para enviar a Humala y Heredia a prisión mientras no se
les ocurría siquiera hacerle la mínima pregunta por el mismo concepto a Keiko
Fujimori. Hay una razón evidente para esa disparidad de estándares: Ollanta
Humala no tiene ninguna fuerza, ni política ni nada. Keiko Fujimori tiene una
clara mayoría de obedientes congresistas con la capacidad de destituir al
fiscal de la Nación en el momento que decida.
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