miércoles, 24 de enero de 2018

Antes y después del Papa


 20 enero, 2018 8 Minutes
Alberto Flores Galindo*

Es evidente la fuerza cohesionadora del factor religioso en el Perú. Lo hemos visto en el espontáneo entusiasmo de multitudes, nunca antes congregadas, para escuchar, saludar o apenas ver desde muy lejos al Papa. Las manifestaciones solo han sido comparables a las que tuvieron lugar en Polonia, país donde la cuestión nacional pasa por el catolicismo. ¿Un caso similar al peruano? Difícil determinar qué porcentaje, en la religiosidad popular de días atrás,  es atribuido a la crisis económica, a la búsqueda ansiosa de una esperanza –aquí o en el más allá-, a la organización desplegada por la Iglesia, al carisma de Juan Pablo II o al puro fervor religioso. Pero es indudable que se trata de un pueblo católico porque así lo considera la Iglesia y porque así se autodefine la inmensa mayoría de peruanos. Todo esto, desde luego, al margen de la ortodoxia cotidiana o el acatamiento fiel de las normas parroquiales: asistencia a misa, vida sexual, culto a los santos.


Este catolicismo es, casi por definición, autoritario. La iglesia es una jerarquía, organiza a los creyentes. Su mensaje se emite desde un púlpito. De allí que un acto condense el encuentro entre el aparato institucional y los fieles: la bendición. En ella confluye también una religión de la palabra, como es el catolicismo, y las viejas religiones ritualistas andinas. De ser esto cierto, el mensaje del Papa -qué casi nadie dejo de escuchar en el Perú- puede aspirar a un arraigo mayor que el de cualquier otro visitante. Ese hombre que desciende al Perú desde la más alta jerarquía de la Iglesia, viene de tan lejos para escuchar, explicar, sancionar, trazar linderos. Este hombre es también producto de un encuentro –menos insólito     de lo que podría suponerse- entre la tradición católica y el socialismo real.

Los mensajes religiosos admiten más de una lectura. Desde los oráculos, sus propaladores saben jugar con el equívoco.  Por eso siempre queda abierta la tentación de leerlos expurgando citas. Con ese recurso podemos encontrar  en las palabras de Papa un repertorio de párrafos “progresistas”, pero también podemos elaborar una antología inversa. Demasiado fácil. El procedimiento tiene el aval aparente de una parábola evangélica: separar el trigo de la paja, pero el verdadero discurso es precisamente esa mezcla entre trigo y paja.

Así como no se puede pasar por alto las críticas a la miseria inhumana, las abismales diferencias sociales e incluso la corrupción pública, también es cierto que la predica del papa ofrecía la imagen de un mundo en el que las diferencias eran inevitables y por lo tanto, solo quedaba atenuarlas. Los pobres deberían esforzarse para no serlo –en un pasaje admite la paradójica posibilidad de la miseria voluntaria-, pero ante todo debe conservar la gran riqueza que poseen: el hambre de Dios. Los ricos, tender puentes hacia los pobres, ayudarlos: el espacio queda abierto para la caridad, las obras públicas o el fomento a los informales. Pero cualquier referencia a la pobreza aparecía siempre acompañada de las llamadas de atención sobre un peligro, que el Papa consideraba mayor, y que tiene el nombre propio de socialismo o comunismo. Formuló así una contraposición entre espiritualismo y materialismo, creyentes y ateos, cristianos y marxistas.

No podemos imaginar un Papa de izquierda; sería uno de los signos del Juicio Final. Pero el discurso anterior tiene un elemento muy peligroso: plantea un conflicto que en el Perú actual no existe. Las reformas de Velasco llevaron a un cambio en el lenguaje cotidiano y terminaron expulsando de la imaginación popular el cuco comunista. Por otro lado, la izquierda marxista peruana no se ha formado en el enfrentamiento con la Iglesia. Todo lo contrario. Hay un acontecimiento que resume esta opción: en 1923, el gobierno de Leguía decide poner al Perú bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús. Era un expresión evidente de la alianza entre un gobierno y la Iglesia, a través del arzobispo de Lima, monseñor Lisson. Los jóvenes estudiantes y obreros de entonces deciden oponerse. Son lectores de la predica anticlerical de González Prada y simpatizan con la revolución mexicana. Ese mes de mayo de 1923 la figura de Haya emergerá como la del líder político de la nueva generación; alguien ha dicho que fue su bautismo. En todo caso un bautismo en contra de la Iglesia. Por entonces llegaban al Perú protestantes y adventistas. El pensamiento progresista se aproxima estas corrientes y en particular a la figura de John MacKay. Amigo de ese pastor presbiteriano fue también Mariátegui, pero este, a diferencia de Haya, no fue anticlerical. Criticó a la Iglesia –en algún artículo sobre México- pero siempre valoró el hecho religioso como camino personal –su búsqueda de Dios- y como aliento multitudinario: el mito, el socialismo como milenio. Mariátegui no participó en las jornadas de mayo de 1923. Fui invitado y expresamente se negó.

A Mariátegui puede remontarse el hecho que la izquierda peruana no tenga una tradición anticlerical: en él no existe debate alguno entre marxismo y cristianismo. Quizá la explicación de fondo radique en lo siguiente: el socialismo en el Perú no fue un derivado de la ilustración, el predominio del racionalismo y los avances en la visión profana de la sociedad. La cultura peruana no registra un proceso de descristianización como el que recorre a las diversas capas sociales de Francia durante el siglo XVIII. A su vez, anclado en una tradición cultural impregnada de religiosidad, Mariátegui pudo entender las corrientes irracionalistas que hacia 1920 emergen en Europa, como el surrealismo y el psicoanálisis, y formular una visión del marxismo que no era atea, ni menos determinista y que no se agotaba en la lucha por el poder político. En Europa marxismo y crítica de la religión son dos aspectos indesligables. En el Perú no lo han sido, a excepción de algún personaje y ciertos grupos minoritarios, entre ellos habría que recordar a los irreductibles comunistas peruanos de los años 30 ó a Eudocio Ravines.

Así como esta tradición cultural produjo un marxismo diferente al europeo, también abrió las puertas para pensar de una manera propia el cristianismo. Aquí está la razón de ser –aparte del impacto emocional de la pobreza- de la teología de la liberación. El discurso del papa contra el marxismo era en parte un discurso contra los aspectos más conflictivos de esta incómoda interrogación sobre la religiosidad.

Quienes nos hemos interesado por la polémica entre Mariátegui y la Tercera Internacional no podemos dejar de advertir semejanzas en la discusión entre Gustavo Gutiérrez y Roma.  Ambas polémicas, en la historia intelectual del Perú contemporáneo, podrían incluirse como parte de un capítulo que tratase de las relaciones de nuestra intelectualidad y Occidente; en ambas, además, la cuestión de fondo es el porvenir de ideologías importadas y sus posibilidades de adaptarse en nuevos territorios. Polémicas difíciles de afrontar: es incierto el destino de un comunista fuera del partido; un católico fuera de la Iglesia es casi un imposible. Mariátegui no buscó la polémica con la Tercera Internacional. Supongo que Gustavo Gutiérrez ni siquiera admitirá que para referirse a sus relaciones con el Vaticano se emplee la palabra “polémica”. Pareciera que, como Erasmo, piensa que la condición indispensable de su proyecto es permanecer en la Iglesia, “y no separarse nunca o dejarse expulsar de ella por una ruptura violenta” (Lucien Febvre).

La mención a Gustavo Gutiérrez –y a una obra intelectual que ya es universal- nos puede sugerir que la religiosidad popular en el Perú no solo son sentimientos pasajeros. El Perú ya no es una “tierra de misión” o un lugar para “evangelizar”, como el discurso europeísta de la Iglesia todavía lo sigue repitiendo. Incomoda que aparezcan pensamientos autónomos, equidistantes del centro. En esto, jerarquía católica y burocracia comunista se parecen demasiado. Pero para alguien que observa desde fuera –porque no es creyente-, no deja de sorprenderle que estos católicos del Perú, que han llegado a una mayoría de edad, mantuvieron una posición tan reverente y silenciosa frente al Papa. Un acatamiento de todo. Ninguna crítica, ninguna discrepancia. Pero el autoritarismo católico ha sido siempre un tema vedado, entre nosotros, incluso para los más progresistas entre los cristianos. Nunca han escrito, dicho o pensado algo sobre la estructura de poder que sustenta el culto.

Hay silencios y silencios. Existe un tema sobre el cual es difícil callar: derechos humanos, desaparecidos, fosas comunes –mejor dicho, botadero de cadáveres-. Toda la barbarie en Ayacucho de estos últimos años. El Papa la pasó por alto: no dijo nada, lo que era  una manera de respaldar a un gobierno criticado en estos momentos por el último informe de Amnistía Internacional. El Papa hizo, en cambio, otras cosas. Condenó a los “senderistas”, olvidando la violencia del Estado, mientras bendecía los destacamentos de la Marina. Estar en Ayacucho y guardar silencio significa admitir esta guerra en la que como en el cuento de Ribeyro, la “piel de un indio no cuesta cara”. En su discurso se refirió explícitamente a la incomprensión que muchas veces deben soportar los encargados del orden. Silencio del Papa pero también de la izquierda. No hemos escuchado, entre los dirigentes, ninguna voz que difiera del coro de alabanzas. En época de votos interesa poco la verdad. No siempre es bueno estar tras las masas, sobre todo cuando alguien, por más grande y carismático que sea, reclamando las investiduras de un poder moral, calla ante la tortura.

¿Cómo habrían sido procesados estos silencios y estas afirmaciones del Papa por quienes lo escuchaban y seguían? Nuestra cultura, desarrollada al margen de la ilustración, produjo textos de la calidad de 7 ensayos o la Teología de la Liberación; pero a ese fructífero “factor religioso” debemos anotarle, en la relación de sus deficiencias, la tradición autoritaria y la obsecuencia ante lo que viene de afuera. Acatar. Hacerla genuflexión. El cristianismo fue un componente de la dominación colonial y es parte de nuestra subordinación a Occidente. Nuestro escaso espíritu crítico –que muchas veces conduce a la disyuntiva entre el elogio desmesurado o la diatriba- ha reaparecido ante la “palabra del Santo Padre.” No se puede entablar un dialogo con sus textos, no admiten discusión. Queda solo la posibilidad de acomodar su discurso a lo que uno piensa, buscando las citas adecuadas, privilegiando un pasaje, reordenando sus palabras. Este procedimiento lo ejercen tanto la derecha como la izquierda. Juan Pablo II tiene razón, en alguna medida, cuando descubre como un rasgo distintivo en la religiosidad peruana la búsqueda de la bendición: todos disputan contar con su asentimiento. Visto así, bendecir puede ser una alternativa eficaz a la liberación.


*Publicado en la Revista El Zorro de Abajo. N°1, julio de 1985. Recopilado en Tiempo de Plagas. Caballo Rojo ediciones. Lima, 1988.

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