20
enero, 2018 8 Minutes
Alberto
Flores Galindo*
Es evidente la fuerza
cohesionadora del factor religioso en el Perú. Lo hemos visto en el espontáneo
entusiasmo de multitudes, nunca antes congregadas, para escuchar, saludar o
apenas ver desde muy lejos al Papa. Las manifestaciones solo han sido comparables
a las que tuvieron lugar en Polonia, país donde la cuestión nacional pasa por
el catolicismo. ¿Un caso similar al peruano? Difícil determinar qué porcentaje,
en la religiosidad popular de días atrás, es atribuido a la crisis
económica, a la búsqueda ansiosa de una esperanza –aquí o en el más allá-, a la
organización desplegada por la Iglesia, al carisma de Juan Pablo II o al puro
fervor religioso. Pero es indudable que se trata de un pueblo católico porque
así lo considera la Iglesia y porque así se autodefine la inmensa mayoría de
peruanos. Todo esto, desde luego, al margen de la ortodoxia cotidiana o el
acatamiento fiel de las normas parroquiales: asistencia a misa, vida sexual,
culto a los santos.
Este catolicismo es, casi por
definición, autoritario. La iglesia es una jerarquía, organiza a los creyentes.
Su mensaje se emite desde un púlpito. De allí que un acto condense el encuentro
entre el aparato institucional y los fieles: la bendición. En ella confluye
también una religión de la palabra, como es el catolicismo, y las viejas
religiones ritualistas andinas. De ser esto cierto, el mensaje del Papa -qué
casi nadie dejo de escuchar en el Perú- puede aspirar a un arraigo mayor que el
de cualquier otro visitante. Ese hombre que desciende al Perú desde la más alta
jerarquía de la Iglesia, viene de tan lejos para escuchar, explicar, sancionar,
trazar linderos. Este hombre es también producto de un encuentro –menos
insólito de lo que podría suponerse- entre la tradición
católica y el socialismo real.
Los mensajes religiosos admiten
más de una lectura. Desde los oráculos, sus propaladores saben jugar con el
equívoco. Por eso siempre queda abierta la tentación de leerlos
expurgando citas. Con ese recurso podemos encontrar en las palabras de Papa
un repertorio de párrafos “progresistas”, pero también podemos elaborar una
antología inversa. Demasiado fácil. El procedimiento tiene el aval aparente de
una parábola evangélica: separar el trigo de la paja, pero el verdadero
discurso es precisamente esa mezcla entre trigo y paja.
Así como no se puede pasar por
alto las críticas a la miseria inhumana, las abismales diferencias sociales e
incluso la corrupción pública, también es cierto que la predica del papa
ofrecía la imagen de un mundo en el que las diferencias eran inevitables y por
lo tanto, solo quedaba atenuarlas. Los pobres deberían esforzarse para no serlo
–en un pasaje admite la paradójica posibilidad de la miseria voluntaria-, pero
ante todo debe conservar la gran riqueza que poseen: el hambre de Dios. Los
ricos, tender puentes hacia los pobres, ayudarlos: el espacio queda abierto
para la caridad, las obras públicas o el fomento a los informales. Pero
cualquier referencia a la pobreza aparecía siempre acompañada de las llamadas
de atención sobre un peligro, que el Papa consideraba mayor, y que tiene el
nombre propio de socialismo o comunismo. Formuló así una contraposición entre
espiritualismo y materialismo, creyentes y ateos, cristianos y marxistas.
No podemos imaginar un Papa de
izquierda; sería uno de los signos del Juicio Final. Pero el discurso anterior
tiene un elemento muy peligroso: plantea un conflicto que en el Perú actual no
existe. Las reformas de Velasco llevaron a un cambio en el lenguaje cotidiano y
terminaron expulsando de la imaginación popular el cuco comunista. Por otro
lado, la izquierda marxista peruana no se ha formado en el enfrentamiento con
la Iglesia. Todo lo contrario. Hay un acontecimiento que resume esta opción: en
1923, el gobierno de Leguía decide poner al Perú bajo la advocación del Sagrado
Corazón de Jesús. Era un expresión evidente de la alianza entre un gobierno y
la Iglesia, a través del arzobispo de Lima, monseñor Lisson. Los jóvenes
estudiantes y obreros de entonces deciden oponerse. Son lectores de la predica
anticlerical de González Prada y simpatizan con la revolución mexicana. Ese mes
de mayo de 1923 la figura de Haya emergerá como la del líder político de la
nueva generación; alguien ha dicho que fue su bautismo. En todo caso un
bautismo en contra de la Iglesia. Por entonces llegaban al Perú protestantes y
adventistas. El pensamiento progresista se aproxima estas corrientes y en
particular a la figura de John MacKay. Amigo de ese pastor presbiteriano fue
también Mariátegui, pero este, a diferencia de Haya, no fue anticlerical.
Criticó a la Iglesia –en algún artículo sobre México- pero siempre valoró el
hecho religioso como camino personal –su búsqueda de Dios- y como aliento
multitudinario: el mito, el socialismo como milenio. Mariátegui no participó en
las jornadas de mayo de 1923. Fui invitado y expresamente se negó.
A Mariátegui puede remontarse el
hecho que la izquierda peruana no tenga una tradición anticlerical: en él no
existe debate alguno entre marxismo y cristianismo. Quizá la explicación de
fondo radique en lo siguiente: el socialismo en el Perú no fue un derivado de
la ilustración, el predominio del racionalismo y los avances en la visión
profana de la sociedad. La cultura peruana no registra un proceso de
descristianización como el que recorre a las diversas capas sociales de Francia
durante el siglo XVIII. A su vez, anclado en una tradición cultural impregnada
de religiosidad, Mariátegui pudo entender las corrientes irracionalistas que
hacia 1920 emergen en Europa, como el surrealismo y el psicoanálisis, y formular
una visión del marxismo que no era atea, ni menos determinista y que no se
agotaba en la lucha por el poder político. En Europa marxismo y crítica de la
religión son dos aspectos indesligables. En el Perú no lo han sido, a excepción
de algún personaje y ciertos grupos minoritarios, entre ellos habría que
recordar a los irreductibles comunistas peruanos de los años 30 ó a Eudocio
Ravines.
Así como esta tradición cultural
produjo un marxismo diferente al europeo, también abrió las puertas para pensar
de una manera propia el cristianismo. Aquí está la razón de ser –aparte del
impacto emocional de la pobreza- de la teología de la liberación. El discurso
del papa contra el marxismo era en parte un discurso contra los aspectos más
conflictivos de esta incómoda interrogación sobre la religiosidad.
Quienes nos hemos interesado por
la polémica entre Mariátegui y la Tercera Internacional no podemos dejar de
advertir semejanzas en la discusión entre Gustavo Gutiérrez y Roma. Ambas
polémicas, en la historia intelectual del Perú contemporáneo, podrían incluirse
como parte de un capítulo que tratase de las relaciones de nuestra
intelectualidad y Occidente; en ambas, además, la cuestión de fondo es el
porvenir de ideologías importadas y sus posibilidades de adaptarse en nuevos
territorios. Polémicas difíciles de afrontar: es incierto el destino de un
comunista fuera del partido; un católico fuera de la Iglesia es casi un
imposible. Mariátegui no buscó la polémica con la Tercera Internacional.
Supongo que Gustavo Gutiérrez ni siquiera admitirá que para referirse a sus
relaciones con el Vaticano se emplee la palabra “polémica”. Pareciera que, como
Erasmo, piensa que la condición indispensable de su proyecto es permanecer en
la Iglesia, “y no separarse nunca o dejarse expulsar de ella por una ruptura
violenta” (Lucien Febvre).
La mención a Gustavo Gutiérrez –y
a una obra intelectual que ya es universal- nos puede sugerir que la
religiosidad popular en el Perú no solo son sentimientos pasajeros. El Perú ya
no es una “tierra de misión” o un lugar para “evangelizar”, como el discurso
europeísta de la Iglesia todavía lo sigue repitiendo. Incomoda que aparezcan
pensamientos autónomos, equidistantes del centro. En esto, jerarquía católica y
burocracia comunista se parecen demasiado. Pero para alguien que observa desde
fuera –porque no es creyente-, no deja de sorprenderle que estos católicos del
Perú, que han llegado a una mayoría de edad, mantuvieron una posición tan
reverente y silenciosa frente al Papa. Un acatamiento de todo. Ninguna crítica,
ninguna discrepancia. Pero el autoritarismo católico ha sido siempre un tema
vedado, entre nosotros, incluso para los más progresistas entre los cristianos.
Nunca han escrito, dicho o pensado algo sobre la estructura de poder que
sustenta el culto.
Hay silencios y silencios. Existe
un tema sobre el cual es difícil callar: derechos humanos, desaparecidos, fosas
comunes –mejor dicho, botadero de cadáveres-. Toda la barbarie en Ayacucho de
estos últimos años. El Papa la pasó por alto: no dijo nada, lo que era
una manera de respaldar a un gobierno criticado en estos momentos por el último
informe de Amnistía Internacional. El Papa hizo, en cambio, otras cosas.
Condenó a los “senderistas”, olvidando la violencia del Estado, mientras bendecía
los destacamentos de la Marina. Estar en Ayacucho y guardar silencio significa
admitir esta guerra en la que como en el cuento de Ribeyro, la “piel de un
indio no cuesta cara”. En su discurso se refirió explícitamente a la
incomprensión que muchas veces deben soportar los encargados del orden.
Silencio del Papa pero también de la izquierda. No hemos escuchado, entre los
dirigentes, ninguna voz que difiera del coro de alabanzas. En época de votos
interesa poco la verdad. No siempre es bueno estar tras las masas, sobre todo
cuando alguien, por más grande y carismático que sea, reclamando las
investiduras de un poder moral, calla ante la tortura.
¿Cómo habrían sido procesados
estos silencios y estas afirmaciones del Papa por quienes lo escuchaban y
seguían? Nuestra cultura, desarrollada al margen de la ilustración, produjo
textos de la calidad de 7 ensayos o
la Teología de la Liberación; pero a ese fructífero “factor religioso”
debemos anotarle, en la relación de sus deficiencias, la tradición autoritaria
y la obsecuencia ante lo que viene de afuera. Acatar. Hacerla genuflexión. El
cristianismo fue un componente de la dominación colonial y es parte de nuestra
subordinación a Occidente. Nuestro escaso espíritu crítico –que muchas veces
conduce a la disyuntiva entre el elogio desmesurado o la diatriba- ha
reaparecido ante la “palabra del Santo Padre.” No se puede entablar un dialogo
con sus textos, no admiten discusión. Queda solo la posibilidad de acomodar su
discurso a lo que uno piensa, buscando las citas adecuadas, privilegiando un
pasaje, reordenando sus palabras. Este procedimiento lo ejercen tanto la
derecha como la izquierda. Juan Pablo II tiene razón, en alguna medida, cuando
descubre como un rasgo distintivo en la religiosidad peruana la búsqueda de la
bendición: todos disputan contar con su asentimiento. Visto así, bendecir puede
ser una alternativa eficaz a la liberación.
*Publicado en la Revista El Zorro de Abajo. N°1, julio de 1985.
Recopilado en Tiempo de Plagas.
Caballo Rojo ediciones. Lima, 1988.
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